El necesario carlostercerismo

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La tribuna

El necesario carlostercerismo

El autor repasa la vida y la obra de Carlos III, el rey que dio rango de nación moderna a España y logró la igualdad jurídica de todos los españoles. 

31 agosto, 2016 02:02

Al joven infante Carlos, de apenas catorce años, el segundo tomo del Teatro crítico de Benito Jerónimo Feijoo le acaba de dar un gran disgusto, y así se lo hace saber al autor ilustrado. En el discurso número quince, titulado Mapa intelectual y cotejo de las naciones, aparece una tabla en la que se comparan los intelectos de las naciones y en la que los españoles del siglo XVIII no salían muy bien parados.

A la indignación monumental, aunque contenida en su real persona, de don Carlos de Borbón y Farnesio, tercer hijo varón de Felipe V y primogénito de éste con Isabel de Farnesio (su segunda esposa) salió el pensador arguyendo su disconformidad con tales datos, pues si bien estaban incluidos en su obra, se debían al estudio de un fraile alemán. La leyenda negra y todo eso, suponemos.

Desde entonces, el futuro Carlos III, destinado por aquellos años a reinar en los feudos italianos que heredaría por vía materna, y no en España, se propuso cambiar esa percepción negativa de los españoles en el mundo. “Quisiera merecer que me llamasen Carlos el Sabio”, le dijo a Feijoo cuando éste le dedicó el cuarto tomo de Teatro crítico, una obra que habría de adelantarse en el tiempo a la Ilustración francesa y de la que llegaron a editarse cientos de miles de ejemplares.

Con ese leitmotiv vital, desde su adolescencia procuró, guiado por su curiosidad, formarse en todos los ámbitos de las ciencias y las artes, para perseguir luego el bien de sus reinos que, como Unamuno tanto tiempo después, parece que le dolían tras el letargo y la crisis a la que fueron sometidos los reinos hispánicos desde los Austrias menores.

La mayoría de españoles lo recuerda con el apelativo de “el rey alcalde”, pero su obra reformista fue mucho más profunda

La primera prueba de fuego para el talante del joven Carlos fue el gobierno de los ducados de Parma y Piacenza, territorios de la Casa Farnesio que el infante-duque rigió durante varios años, aprovechados para aprender a amar Italia como a su propia patria. Desde allí, y con cierto pesar por dejar atrás la belleza de estas posesiones, Carlos se convirtió en Rey de Nápoles y de Sicilia, pues las tropas españolas de su padre, de las que Carlos era generalísimo, las habían arrebatado a las tropas austriacas de los Habsburgo.

El nuevo rey fue recibido por los napolitanos como un salvador, ya que il figlio di Spagna, desde un primer momento, se propuso convertir el reino en un auténtico estado moderno. Convirtió a la ciudad de Nápoles, la tercera más poblada de Europa tras Londres y París, en una gran capital. Para ello reformó el puerto de la ciudad, la Universidad, construyó palacios como el de Caserta, que el mismo diseñó, el Teatro de San Carlos… e inició una serie de reformas como la supresión de la Inquisición, el retorno de los judíos, el fomento de las manufacturas, el comercio con la América española o la apertura de relaciones diplomáticas con la Sublima Puerta (los turcos de aquel entonces que controlaban la otra orilla del Mediterráneo).

Pero de su gobierno en las tierras italianas lo que más le apasionó fue la arqueología, pues nada más llegar a Nápoles se fueron sucediendo grandiosos descubrimientos que él mismo se encargó de supervisar personalmente día a día, pieza a pieza. Nos referimos a los descubrimientos de Pompeya, Herculano, Paestum y otros sitios arqueológicos del sur de Italia. Los trabajos, dirigidos por ingenieros militares españoles, sentarán las bases de la Arqueología moderna y las maravillas descubiertas harán que surja un nuevo estilo artístico en Europa: el neoclasicismo.

Quizás por todo esto Felipe VI decidió que un cuadro de Carlos III presidiese su despacho al suceder a su padre

A la muerte sin descendencia de su medio hermano, Fernando VI, Carlos deja el trono de las Dos Sicilias a su hijo Fernando, aunque seguirá gobernándolo desde Madrid, y desembarca en una España propicia para sus reformas ilustradas, pues sus antecesores ya han iniciado algunas de ellas y, lo que es más importante, por vez primera en siglos el país goza de una economía saneada y envidiada por muchas naciones.

Hoy, en el 2016, en el tercer centenario de su nacimiento, la mayoría de españoles lo recuerda con el apelativo de “el rey alcalde”, pero su obra reformista en nuestro país fue mucho más profunda que la de la ingente labor de convertir un poblachón manchego (Umbral dixit) en una gran capital europea.

Al igual que hizo en las Dos Sicilias, lo más importante era darle rango de nación moderna a España y así, tras dignificar su capital y convertirla en centro de una red de carreteras que habría de vertebrar el país, la dotó de símbolos (bandera e himno) y modernizó su economía. Quizás, desde este punto de vista, la medida más destacada fue la supresión del monopolio indiano de las ciudades de Sevilla y Cádiz, pero también acabó con las aduanas interiores, reformó el sistema tributario, fomentó al textil catalán y las fundiciones vascas, redujo el poder de los gremios y, lo que es más importante, logró la igualdad jurídica de todos los españoles, independientemente de la procedencia geográfica de éstos.

Mientras su Majestad recibe a Rajoy en Zarzuela, la mirada inquisitorial del déspota ilustrado se desesperará ante la lentitud de la Democracia

Vicens Vives destaca cómo este influjo centralizador y unificador de Carlos III acabó por beneficiar económicamente a Cataluña, mientras que Pierre Villar hace hincapié en la colaboración barcelonesa durante estos años con el poder central, frente al discurso nacionalista catalán que en los últimos años defiende un victimismo absurdo tras la Guerra de Sucesión y la instauración borbónica, alejado de toda realidad histórica.
Todas estas reformas, sin citar por ejemplo la universitaria, la de la marina, o todas las instituciones creadas para fomentar la cultura y la ciencia, devolvieron a España a un papel preponderante a nivel europeo durante el reinado de Carlos III, legado que sería dilapidado por sus sucesores muy poco tiempo después para volver a las sombras que tan características han sido en nuestra historia reciente.

Quizás por todo esto, o porque no tenía mejor opción entre sus ancestros, Felipe VI decidió que un cuadro de Carlos III presidiese su despacho al suceder a su padre. Así, en un guiño de la Historia, mientras su Majestad recibe a Rajoy en Zarzuela, o a cualquier otro, la mirada inquisitorial del déspota ilustrado se desesperará ante la lentitud de la Democracia. Las reformas eran más rápidas y eficaces cuándo yo era el único que decidía, se dirá el monarca desde el óleo del neoclásico Mengs, esperando que un nuevo carlostercerismo renueve los cimientos de España.

***Cristóbal Villalobos es escritor e historiador.

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