La tercera España y el sectarismo

La tercera España y el sectarismo

La tribuna

La tercera España y el sectarismo

El autor afirma que, 80 años después del inicio de la Guerra Civil, debemos emular a aquellos que fueron piadosos con sus adversarios y no caer en el sectarismo. 

16 julio, 2016 02:09

Escuchando a Paco Ibáñez en la radio sentí desazón: “El PP son los hijos de aquellos que bombardearon Madrid durante la Guerra Civil. Nunca he querido cantar en los sitios donde tienen el poder”. Y me acordé de otro artista de izquierdas, Manuel Altolaguirre: en la guerra, a Bergamín y a él les hicieron el encargo de incautarse de un edificio y convertirlo en sede de la Alianza de Intelectuales Antifascistas. “Buscamos un edificio desalquilado para que nuestra misión fuera menos violenta… Al profesor Rodríguez Moñino y a mí nos entregaron fusiles y municiones. ‘Manolo, ¿tú sabes manejar esto?’. Y como yo le dijera que no, se dispuso a enseñarme… y disparó… resultaron heridas la portera y su hija, afortunadamente sin gravedad. No me fue difícil conseguir un vehículo para llevarlas al hospital… durante el trayecto se mostraban inquietas, algo les preocupaba, que no se atrevían a decirme. Al fin habló la madre: ‘Por favor, no nos vaya a dejar hospitalizadas… en su cara vemos que es usted una buena persona. Tenemos que volver a casa porque en el sótano tenemos escondidas a siete monjas’. Dicho lo cual, esperaron mi reacción con impaciencia. Les agradecí la confidencia, quedando de acuerdo en que, después de curadas en el hospital, volveríamos a rescatarlas. Yo me comprometí a conducir a las religiosas al lugar seguro que ellas estimasen por más conveniente…  aquella misma noche las monjas abandonaron su refugio, después de que me prometieron al despedirse que me tendrían presente en sus oraciones. Y yo me hice la promesa de no volver a manejar un arma de fuego”.

Ser piadoso en tiempos de guerra o dictadura es doblemente heroico

Al acercarse a Madrid las tropas nacionales, aquellas siete monjas vieron cómo las ventanas y bombillas de las casas habían sido tapadas con papel carbón; cómo las farolas de gas habían sido pintadas de azul o negro. La ciudad vivía eclipsada, moría eclipsada: aquella noche, más de quinientos cadáveres ensangrentaron sus calles, cunetas y parques. Si no hubiera sido por Altolaguirre, habrían aparecido siete más. Decir que el PP son los hijos de aquellos que bombardearon Madrid es tan estúpido como decir que el PSOE o IU son los hijos de aquellos que asesinaron a más de quinientas personas en una sola noche.

También sentí desazón leyendo a José Sacristán en la prensa: “A la derecha no le doy ningún crédito ni moral ni de ningún tipo”. Y me acordé de un hombre que no fue sacristán, sino cardenal: Tarancón. En sus Recuerdos de juventud se confiesa: “Madrid era, en aquellos años, un hervidero político. Las sacristías y los demás lugares en los que se reunían los sacerdotes eran centros de conspiración. Los sacerdotes nos sentíamos obligados a hablar de política y a conspirar contra el Gobierno laico y persecutorio. La alianza del trono y del altar era un axioma para todos… demasiado fácilmente nos acogimos a las seguridades que nos ofrecía la victoria militar. Cuarenta años después resultó extremadamente difícil conseguir que la Iglesia asumiese una postura de independencia respecto al poder político y se alinease a favor de los derechos humanos, proclamando abiertamente la justicia social”. Aunque le sorprenda al señor Sacristán, no son marcianos inmorales todas las gentes de derechas, incluso corre el rumor de que a veces tienen sentimientos.

Sueño con una España donde los comprometidos con el sectarismo no sean la norma

Tarancón refiere una anécdota que confirmaría mi hipótesis: el 13 de mayo de 1931 (dos días después de la madrileña quema de conventos), “a las siete de la tarde, entre dos luces, empezaron a desfilar por las calles de Vinaroz las monjas de clausura, con trajes absurdos —los que les habían prestado— y con un miedo atroz, porque se asustaban de la gente y no sabían qué hacer ante los automóviles que circulaban. Ellas nunca los habían visto y no acertaban a comprender que los carruajes andasen sin caballos. El espectáculo de las monjas, andando por las calles asustadas, soliviantó a todo el pueblo. Los mismos republicanos y socialistas se aprestaban a acompañarlas e incluso les ofrecían sus casas asegurándoles que no les pasaría nada. Parece que muchos de ellos se personaron en el Ayuntamiento para protestar contra lo que llamaban una iniquidad”.

Y sentí repugnancia al leer unas palabras de Almudena Grandes que hacían referencia a una monja en el Madrid de principios de la guerra: “¿Imaginan el goce que sentiría al caer en manos de una pandilla de milicianos jóvenes, armados y —mmm— sudorosos?”. La repugnancia se tornó admiración cuando Muñoz Molina, en el mismo periódico, reconvino a Grandes. Y me acordé de Clara Campoamor: a pesar de haber estudiado en un colegio de monjas, era laica; pese a su laicismo, criticó duramente los ataques sufridos por la Iglesia, tanto en la II República como en la Guerra Civil.

En una playa de Torremolinos, un invierno aún no sangriento, Manuel Altolaguirre encontró a Dalí y a Gala desnudos; él llevaba un abrigo: “Gala, estudiando mi sombra sobre la arena, me echó las cartas con una baraja holandesa. Su vaticinio fue sobrecogedor, pero no logró asustarme”. En sus memorias inacabadas no dice cuál fue ese vaticinio… después de salvar la vida a las siete monjas, Altolaguirre y otros soldados republicanos se apoderarían de un molino de papel situado entre las dos líneas de fuego: “Editamos varios libros, entre ellos España en el corazón, de Neruda; como materia prima se usaron banderas enemigas, chilabas de moros y uniformes de soldados italianos y alemanes”. Quizá el vaticinio presagiase la muerte de Gracita, el amor de su adolescencia, en las Navidades del 36: se acababa de casar con un oficial de la Marina de Guerra. Como estaba de guardia en el puerto de Cádiz, el padre de Gracita la acompañó para que lo viera, pero no pudo frenar a tiempo y el Cadillac se hundió en el fondo del Atlántico… o quizá el vaticinio presagiase la propia muerte de Manuel: tras presentar en el Festival de Cine de San Sebastián su última película, tuvo un accidente de coche en la provincia de Burgos; murió tres días después, besando un crucifijo.

Quiero un tercera España habitada por personas como Manuel Altolaguirre y Clara Campoamor

De niño, el cardenal Tarancón jugaba a decir misa. Tenía fe en una piedad alegre, por eso aborrecía a los beatos. Era tan travieso que siempre estaba castigado (un trimestre llegó a destrozar una docena de pantalones). Siendo estudiante de Teología, cada vez que veía al sacerdote Joaquín Daudí, este le decía: “Ya llega el arzobispo de Toledo” o “Vas a ser primado de España”. Daudí sería asesinado durante la Guerra Civil; Tarancón, nombrado arzobispo de Toledo y primado de España en 1969. El ejército entró en Vinaroz, santiguándose el general Alonso Vega con las aguas del Mediterráneo. En la cárcel, Tarancón hablaba con un preso a punto de ser ejecutado: “Todos somos culpables —le decía, y él corroboraba mi afirmación— porque nos enfrentamos unos con otros sin esforzarnos en buscar la convivencia de todos los españoles”.

Clara Campoamor nació un domingo de Carnaval. Fue bautizada como Carmen Eulalia. Realmente, quien se llamaba Clara era su hermana mayor, muerta a los tres años. Para homenajearla, el nombre pasó de la niña muerta a la viva. En casa de los Campoamor, los juguetes no los traían “los Reyes”, sino “la República”, aunque leer era lo que más le gustaba a Clarita. En menos de cuatro años pasaría de ser una secretaria sin bachillerato a una jurista. Por haber contribuido decisivamente a la instauración del divorcio y del sufragio femenino, cinco falangistas quisieron tirarla por la borda de un barco con destino a Italia (se había embarcado huyendo del Madrid republicano, pues temía por su vida). Moriría exiliada, ciega, olvidada...

Mostrar rencor en democracia es doblemente miserable

El atardecer del día que se proclamó la II República, María Zambrano estaba en la Puerta del Sol con su hermana. Un hombre que llevaba una camisa blanca abrió los brazos: “¡Viva la República! ¡Y viva España! ¡Y muera… pues que no muera nadie! ¡Que viva todo el mundo! ¡Que viva la vida!”.

También era republicano Octavio Paz. Estando en el Congreso Antifascista de Valencia en 1937, hizo una excursión que llegó a un pueblecito. Alguien le dijo que se detuviera porque, al otro lado de la pared, estaban los enemigos. Entonces escuchó la risa de esos enemigos mientras compartían cigarros: “Aprendí por primera vez, y para siempre, que también el enemigo tiene voz humana”.

Ser piadoso en tiempos de guerra o dictadura es doblemente heroico; mostrar rencor en democracia, doblemente miserable. María Zambrano decía que el ser humano, para conseguir algo, ha tenido que soñarlo. Yo sueño con una ercera España habitada por personas como Manuel Altolaguirre, el cardenal Tarancón, los republicanos y socialistas de Vinaroz, Muñoz Molina, Clara Campoamor, el hombre de la camisa blanca, Octavio Paz… Sueño con una España donde, gracias al paso del tiempo y a la educación, los comprometidos con el sectarismo no sean la norma, sino la excepción.

*** José Blasco del Álamo es escritor y periodista. Su último libro es 'Azaña será ejecutado' (Editorial Funambulista, 2015).

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