Que el procés estaba condenado al fracaso desde su génesis era tan evidente como que acabaría llevándose por delante a sus promotores. Lo que nadie podía imaginar es que la implosión se iba a producir a esta velocidad.

Aunque las tensiones entre los dos socios de Govern -ERC y PDeCAT- han sido constantes desde el inicio de la legislatura, los acontecimientos se precipitaron la semana pasada con la destitución del consejero convergente Jordi Baiget por derrotista. El responsable de Empresa se atrevió a cuestionar en público lo que buena parte de los dirigentes nacionalistas del PDeCAT opinan en privado: que el referéndum del 1-O no se va a celebrar, que el Estado lo impedirá y que la estrategia de ruptura unilateral es inviable porque la falta de garantías abre un abismo demasiado profundo bajo los pies de sus responsables administrativos. Es decir, una cosa es jugarse el cargo y ser inhabilitado y otra bien distinta arriesgar la libertad -aunque el propio Baiget dijo estar preparado para ese martirio- y el patrimonio familiar.

ERC, de rositas

Además, los consejeros del PDeCAT no están dispuestos a ser los únicos paganos de la sedición, mientras sus compañeros de ERC se van de rositas. Más aún ante la expectativa de que el fracaso del referéndum independentista del 1-O abocará a una convocatoria anticipada de elecciones a las que sólo podrán presentarse políticos sin condenas que limiten el ejercicio de cargo público. Es lo que les sucederá a quien -por ejemplo- malverse dinero público para comprar urnas o vulnere la privacidad de los ciudadanos para fabricar un censo electoral.

Carles Puigdemont ha pretendido generar un conflicto de legitimidades a los funcionarios, que ya han advertido de que serán fieles a la Constitución. Y ninguna de las fórmulas planteadas para escapar de la justicia y/o intentar colegiar la responsabilidad de infringir leyes satisfacen a todos o resultan viables jurídicamente. Al final, se la juega el consejero o el responsable político que estampa su firma. El registro por la Guardia Civil del Teatre Nacional de Catalunya, donde se presentó la ley del referéndum, ha resultado elocuente. 

Hacer el ridículo

El problema es que, una vez planteado el órdago -referéndum e independencia a las 48 horas-, no satisfacer las expectativas creadas supondría defraudar a la propia parroquia. Ni Puigdemont ni ERC quieren incurrir en el ridículo que supondría aguar el 1-O y convertirlo en una reedición del 9-N.

Convergéncia siempre sacó rédito de su pragmatismo a la hora de tensionar al Estado, pero esa habilidad se ha esfumado. Artur Mas quiere mancomunar entre los suyos su ruina política, que podría convertirse además en económica si el Tribunal de Cuentas acaba embargándole los cinco millones que costó la consulta. Y Puigdemont, investido en el nuevo mesías de la ruptura, se mueve azuzado por ERC.

El cese de Baiget fue sólo el primero. Puigdemont ha suspendido su agenda para este viernes, tras reunirse de urgencia con los consejeros del PDeCAT, y está dispuesto a pasar a cuchillo a quienes disientan. Su fanatismo ha llevado a la Generalitat y a su partido a un callejón sin salida.