El resultado de las consultas de Manuela Carmena, conocido este lunes, demuestra por sí solo por qué merecerán ser recordadas como el experimento socioelectoral más absurdo, pretencioso y caro de la historia reciente. Cerca de 212.000 madrileños han participado en una ficción democrática que ha costado a las arcas públicas 1,1 millones de euros, lo que supone algo más de cinco euros por cada papeleta emitida. 

En teoría, se trataba de que los ciudadanos hicieran valer su derecho a decidir sobre cuestiones cruciales del planeamiento urbano y sobre el rumbo político que ha de emprender el equipo de Gobierno de Ahora Madrid. En la práctica, el Ayuntamiento ha dado apariencia de legalidad a una burla a la democracia representativa. El cúmulo de trampas sobre el que Carmena y su equipo han sostenido sus referendos populares debería servir para prevenirnos de este tipo de procesos participativos en los que la ilusión asamblearia se compara con la legitimidad de las urnas.

La participación registrada ha resultado tan baja que en modo alguno pueden tomarse en consideración los resultados: que en una ciudad de 3,2 millones de personas poco más de 83.000 -el 2%- se manifiesten a favor de la peatonalización de la Gran Vía -por ir a la consulta más trascendentes- sólo puede resultar irrelevante.

Nula representatividad

Además de su nula representatividad, el proceso ha sido apuntalado con preguntas teledirigidas, generalistas y -en ocasiones- sobre cuestiones que superan con creces las competencias municipales. Además, los censos eran arbitrarios, de tal modo que unas cuestiones eran votadas por un solo distrito y otras por toda la ciudad. Por otro lado, en los procesos han participado los simpatizantes más movilizados de Ahora Madrid, que se han encargado de vigilar el escrutinio y el recuento. Es decir, el procedimiento empleado era cualquier cosa menos garantista.

Preguntar a los ciudadanos si quieren una ciudad más sostenible sin explicar qué decisiones habrán de adoptarse para lograr esa sostenibilidad resulta tan gratuito como hacerlo sobre el tipo de billetes de transporte público cuando el servicio no es competencia de la corporación y, por tanto, no tiene capacidad decisoria. Se podrá alegar que no es malo conocer la opinión de los ciudadanos. Sin embargo, la ciudadanía ya se expresa en elecciones a partir de programas contrastables que se convierten en compromisos firmes. 

Ni Manuela Carmena ni nadie deberían poner urnas en la calle para intentar dar legitimidad a sus tentaciones populistas. Su simulacro de democracia no puede justificar un cambio sustancial en el urbanismo de la capital de España.