EE.UU. ha vivido un fin de semana de vértigo tras la última tropelía de Donald Trump. Con la excusa de prevenir el terrorismo yihadista, el presidente ordenó el viernes la suspensión de la entrada de refugiados durante cuatro meses y proscribió por decreto la entrada de viajeros provenientes de Siria, Irán, Irak, Sudán, Libia, Somalia y Yemen. En aplicación de la orden presidencial, el fantasma de la deportación planeó sobre centenares de viajeros -algunos con permisos de residencia- que vieron bloqueada su entrada al país.

Durante las horas que estuvo en vigor la medida, el caos y la confusión se extendieron por los principales aeropuertos del país y obligaron a suspender vuelos programados desde Egipto, Holanda y Turquía. También dio lugar a manifestaciones multitudinarias en las más importantes ciudades de EE.UU., donde miles de ciudadanos protestaron contra un injustificable y arbitrario endurecimiento del derecho de asilo a inmigrantes de países musulmanes.

Normalidad parcial

Sólo la actuación de urgencia de un tribunal federal de Brooklyn, la noche del sábado, a instancias de la Asociación Americana de Derechos Civiles, ha devuelto parcialmente la normalidad a un país que ha visto pisoteados durante horas sus valores fundacionales y la esencia multicultural de su sociedad y su historia.

Lo peor es que ni la suspensión judicial de este decreto es permanente -se resolverá el 21 de febrero- ni la indignación y declaraciones de repulsa que ha suscitado por parte de los líderes de medio mundo parecen arredrar a Trump. Es más, el presidente ha confirmado su intención de cerrar sus fronteras a los extranjeros que considere potencialmente peligrosos -durante la campaña ya dijo que vetaría la entrada de musulmanes al país- y su jefe de gabinete, Reine Priebus, ha añadido que no descartan "llevar aún más lejos las restricciones migratorias". 

Dudosa constitucionalidad

La clave del fallo de suspensión es que el decreto afectaba a personas con visado y permiso de residencia permanente y estaba plagado de arbitrariedades de dudosa constitucionalidad. No es de extrañar que 16 fiscales generales de diferentes estados del país hayan condenado la orden ejecutiva. El problema es que la voluntad de Trump es tan inequívoca como su islamofobia y su racismo. De hecho, el Departamento de Seguridad Nacional ya ha dicho que aunque acata la suspensión, la decisión ejecutiva permanece en vigor. Es decir, esta partida no ha finalizado.

La Justicia de EE.UU. ha dado el primer gran revés a Trump, que confunde la legitimidad de las urnas con una patente de corso para saltarse las leyes a su antojo con el pretexto del terrorismo. A la comunidad internacional le toca ahora ejercer toda su capacidad de presión para que Donald Trump no acreciente la inseguridad mundial. También predicar con el ejemplo para que no siga criminalizando a musulmanes y a refugiados.