Alguien ha convertido un espacio de encuentro en espacio de muerte. Alguien ha embarcado su vida en la misión de acabar con la vida de personas a las que no conocía, que nada le habían hecho y que, posiblemente, de haberlo encontrado en dificultades, le habrían tendido la mano. Si no todos, la mayoría, porque el ser humano, con sus defectos, siente el impulso de ayudar, si puede, al que sufre. Alguien ha decidido hacer que otros sufran, porque sí, para nada, por nada. Es difícil pensar en algo más triste, y no es aún el momento de pensar en mucho más.

Por eso haríamos bien, todos, en envainar insultos, cuentas pendientes, ambiciones y propósitos de otra índole, incluso los legítimos, para priorizar lo que en esta circunstancia demanda la humanidad: el apoyo a los afligidos y la ayuda a quienes tratan de preservar la seguridad de todos y en ese empeño asumen para sí un riesgo que no está retribuido por sueldo alguno.

Quien en este momento haga otra cosa que ofrecer su solidaridad, quien con esta ocasión se preste a otro cálculo o persiga otra agenda que contribuir a socorrer a quienes lo necesitan y proteger a quienes podrían necesitar socorro, si no se acierta a neutralizar eficazmente la amenaza, incurre en mezquindad que tampoco urge afear ni exigir, porque lleva a distraer las energías de lo que realmente cuenta en la hora en la que nos encontramos. La hora en la que ya estábamos desde hace tiempo, aunque el buen hacer de quienes velan por nosotros, la torpeza del enemigo, la fortuna, o las tres cosas juntas, hayan demorado hasta este agosto infausto el golpe que se veía venir.

Tristeza da pensar que nos han elegido como objetivo, que lo han conseguido y que nuestra respuesta, en alguna medida, aunque sea mínima, se desfleque en disensiones internas, en brindar a quien nos golpea el gusto de comprobar que golpeó en blando, que dio con el intersticio en el que puede volver a probar suerte, porque el arte de la guerra empuja a buscar siempre el punto más débil, y a rehuir aquel otro donde las filas se cierran y el asalto pincha en hueso. Para no caer en lo que se deplora, nadie leerá en estas líneas una atribución de responsabilidad sobre esa fragilidad que la cargue a unos y exculpe a otros. El hecho es que ahí está, y si con estas cuestiones más vale tener cuidado, en general, ahora ya no hablamos de hipótesis.

No es el día de decir quién falló, quién hizo lo que no debía o no hizo lo que habría debido. El terrorista es el primer y único titular de su propia infamia. Pero el vano ahí está. Ver a los que tienen la responsabilidad compareciendo tan por separado, tan en compartimentos estancos, es una excelente noticia para el enemigo. Queda el consuelo de ver que los hechos acreditan que los profesionales no han aplicado ese cordón sanitario recíproco, lo que permite abrigar esperanzas de transmitir el mensaje que debemos: golpear a Barcelona es golpear a una ciudad, a sus ciudadanos y a la sociedad catalana; pero también a España, que hará todo por defenderla y por impedir que se repita.