Tengo un amigo mayor que todavía se pregunta porqué no se podrá practicar el coito sin que intervengan órganos y fluidos que considera inmundos. ¿No se podría hacer por una clavícula, o con el reverso del brazo, o entre una escápula y la otra? "¡Qué guarrada!", afirma con alegría y sin ningún viso de querer poner término a su sexualidad por ello.

En muchos animales, las costumbres de apareamiento recuerdan a la pornografía más escatológica del mundo humano, aquella que todos rechazan, que nadie mira, pero que, ayayay, tiene millones de descargas en internet. Los puercoespines machos, por ejemplo, cuando están en celo gustan de levantar la pata trasera para rociar de lluvia dorada a la hembra, que la recibe con una sorpresa pareja a su entusiasmo. Tampoco se queda atrás el hipopótamo, que en coherencia con su conocida falta de higiene, trepa sobre una enorme pila de estiércol para arrojárselo a la pareja de su elección, la cual queda encandilada por semejante detalle amoroso. Por su parte, los cariñosos loros de frente blanca, después de unos cuantos besos y arrumacos, se dedican a vomitarse el uno encima del otro como demostración suprema de amor. ¿Se inspirarían los romanos en estas graciosas aves para montar sus bacanales culinarias y sexuales? ¿Se habrán fijado en los hipopótamos y puescoespines los productores de la industria pornográfica? ¿O será que la erótica de lo repugnante brota de nuestros instintos más primarios sin mayor necesidad de referentes?   

Si nos atenemos al suceso reciente protagonizado por un tal Lewis Williams, un estadounidense de 38 años al que le pueden caer hasta 1070 años de cárcel por 860 delitos de abuso sexual, hemos de reconocer que llevamos la cochinería en nuestro ADN. ¿Cómo le ha podido dar tiempo a cometer casi mil delitos sexuales? ¿Y cómo se puede ser tan cerdo? Lewis era el asistente personal de Linda. Se encargaba de organizar su agenda, atender sus llamadas y llevarle café todas las mañanas. A raíz de una fuerte discusión, le soltó que llevaba cuatro años eyaculando sobre su café. Para colmo, en el juicio afirmó, ante el atónito jurado y no sin cierto recochineo, que simplemente le añadía un extra de crema. 

Mi amigo tiene razón: el sexo es una guarrada apasionante, pero una guarrada al fin y al cabo. Queda como uno de los últimos vestigios de nuestros instintos. Nos comportamos como animales. La diferencia es que mientras ellos se conducen del modo más natural, nosotros empleamos a menudo una estratagema de elaboración cultural para recuperar nuestros deseos más primarios. Como resultado de ello, podría afirmarse que cuanto más sofisticados, más marranos. Pero cuanto más primitivos, también más cerdos. O sea, que así somos, no hay remedio.