La confrontación entre legalidad y legitimidad, un debate clásico de la filosofía del Derecho, se ha convertido este verano en tendencia: local, nacional, y global. En Granada, una madre se lleva a sus hijos, enfrentándose a la justicia, porque considera que es ilegítima la ley que, según varias resoluciones judiciales, le impone la obligación de permitirles ir con su padre; en Cataluña, un gobierno prescinde de la legalidad que ha determinado su formación porque la considera emanada de un Estado tiránico y afirma estar en posesión de una legitimidad superior; en Venezuela, otro gobierno se desembaraza de la legalidad vigente porque ha dado lugar al triunfo parlamentario de una oposición a la que reputa ilegítima y títere de intereses extranjeros.

No entramos aquí (que bien podría hacerse) en la validez de las razones que unos y otros esgrimen para juzgar que el imperio de la ley es una cuestión negociable, y que en su caso debe ceder ante la superior legitimidad de los intereses y valores de los que se declaran custodios y/o depositarios. Lo interesante es, en primer lugar, que en los tres supuestos quien practica la insumisión viene de una conformidad previa, expresa o tácita. La madre abandonó Italia, donde vivía con sus hijos, buscando acogerse a esa ley española que ahora ignora; los que forman el gobierno catalán han llegado ahí con la ley española, consensuada repetidamente con ellos a lo largo de las últimas décadas, e invocada por ellos mismos ante los tribunales una y otra vez, hasta hace sólo una semana; en cuanto al gobierno bolivariano de Venezuela, es la propia legalidad bolivariana la abolida.

En segundo lugar, resulta igualmente interesante constatar que el juicio de legitimidad lo realiza el insumiso por sí y ante sí, con un respaldo cuando menos dudoso: a la madre objetora la corrobora una "asesora jurídica" que la empuja a declararse prófuga y el clamor tornadizo de las redes sociales; al gobierno catalán, los grupos que lo forman y una porción minoritaria de la sociedad catalana; al de Caracas, el partido al que representa y otra porción, también minoritaria, de los venezolanos. Ninguno de esos colectivos suministra un criterio objetivo, contrastado, ni siquiera una mínima argumentación racional, que justifique la invalidación de la ley que en cada caso se trata de eludir. Todo es pasión, imposición de principios supuestamente superiores, adhesión indeclinable a lo que no se puede cuestionar.

Más allá de cada caso, de su desenlace, y de si este, cuando llegue, será justo o tendrá, en mayor o menor medida, la dosis de inequidad que suelen comportar las soluciones humanas, da que pensar que la ley haya quedado para tan poco, y sea tan leve el peso que proyecta sobre los acontecimientos, o al menos sobre los que, hoy por hoy, los protagonizan y determinan. Abuso de mayorías absolutas, debates legislativos paupérrimos y hemiciclos vacíos han acabado, junto a otros factores, provocando este desprestigio que hace que la ley no sirva ni cuando debe servir, y sea sustituida, o se aspire a sustituirla, por lo primero que se le ocurra a quien sea lo bastante atrevido para proponérselo.