Mi abuela Elena siempre me decía que casarse era una cosa muy seria, que no se debía tomar a la ligera, que lo de "contigo, pan y cebolla" dejaba de funcionar al despertar de la noche de bodas y que cuando una pareja se había perdido el respeto, aunque sólo fuera una vez, eso ya no tenía remedio. También insistía en que eran muy importantes las formas empleadas por el novio a la hora de pedir la mano. 

Sé que todo esto suena muy antiguo, pero el caso es que no ha dejado de hacerse, ni lo de pedir la mano, ni lo de casarse. La diferencia es que ahora algunos pretenden convertirse en los trending topic del romanticismo. Y lo consiguen, aunque sea a costa del ridículo digital más vergonzante.

Estados Unidos es un país dado a los excesos. Allí todo lo hacen a lo grande, les gusta, presumen de ello. Hasta para declarar amor eterno se montan a menudo una superproducción. Quizá por eso, a la pobre Ginny se la llevaron engañada al cine. Cuando estaba sentada en su butaca con medio kilo de palomitas en el regazo, comenzaron los trailers. En el primer anuncio aparecían dos hombres de espaldas a los que reconoció por la voz: eran su padre y su hermano que hablaban sobre cómo pedir la mano de una chica. La buena de Ginny observó en la siguiente secuencia cómo su novio, convertido en un apuesto galán de Hollywood, se dirigía a la carrera en coche hasta el mismo cine. Justo en el momento en el que entraba por la puerta en la pantalla, se encendieron las luces de la sala. Él estaba allí. Se arrodilló y le pidió que se casaran. La novia tenía un puñado de palomitas en la boca que no había podido ni masticar. Parecía desesperada. Se atraganta, tose, no sabe si matarle o besarle. Al final opta por lo segundo, rendida ante la encerrona. 

¿Cómo era aquello de que, a veces, menos es más?

En Rusia son todavía más brutos. Alexey Bykov contrató a todo un equipo cinematográfico -director, un doble, extras, maquillador y  guionista- con el propósito de rodar un accidente de tráfico en el que él mismo fuera la víctima. La novia se queda aterrada, piensa que realmente ha sucedido lo que le muestran en imágenes, pero enseguida se destapa el asunto y Alexey aprovecha para declararse. Todo acaba en un beso de tornillo, esta vez fruto del susto, que no del bochorno. 

¿No habría sido mejor huir sin mirar atrás?  

En los Países Bajos oscilan entre lo cómico y lo absurdo. Un joven holandés contrató una grúa de cuarenta metros de altura desde la que tenía previsto aterrizar en el jardín de la casa de su novia. Todo salió mal. La pluma de la máquina erró su trayectoria y el enamorado cayó sobre la vivienda de un vecino. No se arredró y volvió a intentarlo, pero esta vez la grúa osciló hasta caer sobre otra casa vecina, mientras su propietario asistía atónito a la destrucción de su tejado. Visto lo visto, ante tal despropósito, el novio admitió que tal vez fuera mejor llamar a la puerta de su prometida y regalarle unos tulipanes.

¿Se habrá dado cuenta la holandesa de que su pretendiente muestra ciertos signos de desequilibrio, al menos cuando monta en grúa?

Pero no se acaba aquí la cosa, pues una vez pedida la mano y, a pesar de todo, concedida, sobreviene el tema de cómo ha de ser la boda. Un asunto en absoluto baladí. Quizá lo tratemos en otro artículo, lo que queda de éste me sabe a poco. Sirva ahora como piscolabis el curioso caso de los que se casan con cocodrilos, no por amor sino por tradición. Es decir, en la iglesia, con bendición sacerdotal y previo bautizo del acharolado saurio. Resulta que en el municipio de San Pedro Huamelula de Oaxaca, para garantizar la prosperidad de los pescadores locales, el alcalde ha de desposarse con un cocodrilo, hembra, eso sí, a la cual llaman cariñosamente "la princesita" y que acude al altar no de cualquier manera, sino ataviada con vestido de novia, velo y tocado floral sobre la cabeza. Después del "sí, quiero", se recomienda besarla sin lengua. Por si acaso, la recién casada lleva las fauces atadas, no vaya a ser que se deje llevar por la pasión del momento. 

Esto, que parece tan extraño, en realidad no lo es tanto. Seguro que hay por ahí algún lector o lectora que se ha casado sin sospecharlo con una alimaña de cualquier género, cuyas lágrimas de cocodrilo, declaraciones cinematográficas, falsos accidentes o caídas desde lo alto les enternecieron justo antes del mordisco. Lo que quizás no sabían es que estos reptiles adoran comerse a su presa de un solo bocado. Para ello tienen que abrir tanto la boca que presionan la glándula lacrimal y les brota una lagrimilla, que no es de pena sino de gusto hacia el exquisito manjar. 

Tenía razón mi abuela: si no queremos ser pasto de nadie, hay que andarse con ojo. Ya se sabe que aunque la cocodrila se vista de seda, mona se queda.