Al soberanismo no le ha hecho falta dinamitar los puentes porque estos se han desplomado de puro terror al recibir la noticia de que el nuevo jefe de la policía autonómica es alguien al que el adjetivo guerracivilista se le queda bastante corto. Puigdemont, Junqueras y compañía podrían haber optado por la única opción razonable, que era la de implorar un sistema de financiación similar al vasco con un argumento incontestable. El argumento de que no puede disfrutar de más privilegios fiscales la región española que ha puesto más de ochocientos asesinatos sobre la mesa de negociaciones que la que sólo ha puesto victimismo y manifestaciones familiares. Pero Puigdemont, Junqueras y compañía prefirieron la nada por la vía de pedir el todo y de poner al frente de las armerías catalanas a un radical.

[Por supuesto, la opción correcta no es la de concederle a Cataluña un régimen financiero similar al vasco, sino finiquitar el concierto y hacer tabla rasa de cualquier tipo de privilegio basado en acuerdos no ya viejos sino antediluvianos, aunque ese es otro tema. Cuando se habla (entre adultos) de los fracasos de la Transición se olvida que uno de los mayores fue el reconocimiento de los derechos históricos de los territorios forales, esa antigualla carcamal de finales del siglo XIX].

Pero llegados a ese punto de no retorno en el que al moscardón catalanista sólo le queda la opción del despegue y posterior trompada o la de la trompada sin pasos intermedios, va siendo hora de meditar sobre el plan de control de daños a aplicar el día de la catástrofe. Ese en el que los catalanes se despierten, calen el chapeo, requieran la espada, miren al soslayo, fuesen y no haya nada.

Porque ese día, el de la reentrada en la atmósfera de la realidad, va a conllevar sus propios efectos secundarios. El de la constatación de que en Cataluña se han perdido cinco o seis años, precisamente los de la salida de la crisis, y que el resultado de tanta queja, tanto lamento, tanto victimismo y tanta búsqueda de enemigos externos es una comunidad que ha perdido su antiguo liderazgo social, económico y cultural; en la que se ha inoculado en el 50% de sus ciudadanos el virus del desprecio por sus compatriotas; y en cuya capital gobierna, con el apoyo de los mismos que de vez en cuando salen a quemar la ciudad, una fervorosa partidaria de la teoría del decrecimiento económico y cuyo único programa de gobierno es el odio hacia turistas, empresarios y comerciantes.

Tengo amigos y familiares, cercanos algunos y no tan cercanos otros, que no encajan en esa descripción. Se trata de personas inteligentes que han creído de forma sincera en el proceso y despreciado a sus dirigentes. Cuyas razones para apoyar la independencia son más sentimentales que racistas, ventajistas o reaccionarias. Cuyas críticas al sistema político español son las mismas que pueden hacerse desde Madrid, Valladolid, Oviedo o Jerez. Que reconocen en privado que Ada Colau, la CUP, ERC y Puigdemont son la prueba irrefutable del triunfo de la mediocridad y el resentimiento en este país. Esa gente, engañada por la actual casta política catalana y despojada de ese paracaídas del cinismo que esta lleva a la espalda, será la que caiga desde más alto. Me dolerá casi tanto como a ellos.

En un país más justo, el presidente del Gobierno se lo haría pagar con creces a los culpables. En este, es probable no sólo que salgan bien parados sino hasta discretamente recompensados. Malditos sean todos ellos. Los que empezaron todo esto y los que, teniendo la capacidad de abortarlo antes de que diera la primera patada, decidieron dejar pasar los meses y los años fumándose un puro tras otro hasta que ese feto deforme y contrahecho ha muerto de pura putrefacción y la metástasis afecta ya a una buena parte de la sociedad catalana. Ojalá exista un infierno propio para todos ellos.