A nuestra gran nación la persigue el perro imaginario de una pesadilla centenaria. Del Gran Desastre aquí poco ha cambiado; seguimos escapando y temiendo, temiendo y escapando ciento diecinueve años, para ser exactos. Y aunque ya nadie diga "más se perdió en Cuba”, y aunque la adormilada opinión solo abra un ojo por el Maine cuando Iker Jiménez resucita el navío, y aunque ya no se cite bien a los componentes de la generación del 98, y aunque España entera devenga ágrafa y amnésica, seguiremos marcados por la pérdida de las últimas posesiones de ultramar… sin saberlo. Qué extraña gran nación.

¡Hala! Regalen los aprobados, los cursos y los títulos, acaben de desbaratar la instrucción pública y la universidad hasta que no quede ni rastro de saber; y prohiban por siempre los exámenes, que traumatizan. Sigan yéndose tranquilos a dormir después de comprobar que sus hijos, en el altar de no sé qué igualdades, han sido sacrificados; que ya van teniendo esa edad en que la falta de lecturas provoca daños irreversibles en el ser social. Sigan incurriendo en ello, déjense sepultar por la cochambre televisiva (si bien el mundo civilizado resistente tendrá las plataformas) y, ya puestos, quemen los libros, empezando por la distopía de Bradbury.

Pues bien, una vez hayan alcanzado tan desoladores objetivos, sus descendientes reproducirán de forma inconsciente los rituales de auto flagelación que han conformado la España del siglo XX, esta que aún vivimos, esta que persiste en lo inútil mientras Europa se adentra en el siglo que viene.

Advertimos, por ejemplo, deslealtades paralelas en el catalanismo finisecular, que corrió a aprovecharse del Gran Desastre pese a haber sido sus extensiones periodísticas las más belicosas. Felonía reeditada ciento catorce años después, en 2012, cuando Artur Mas dio por hecha la inminente intervención de España con aquella prima de riesgo instalada en la estratosfera.

El tipo está ahora inhabilitado y le viene olisqueando el Tribunal de Cuentas. Olisquea, en concreto, las cuentas corrientes del astuto estadista de hojalata que trajo del pasado el sindiós de un problema catalán que nunca se solucionará. Créame, Sánchez. Hay fenómenos fatales, como la aparición de una cuota de traidores en cualquier estamento, en cada clase dirigente. La cuota catalana, sépalo usted, patina sobre el pulido suelo del auto desprecio español. Debajo yace una larga tristeza donde no se apaga el eco de la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Aúllan ininteligibles Unamuno, Baroja, los Machado, aunque solo ocupen estanterías. Parece cosa de magia.