Es cierto que la angustia comenzó tres días antes. Es cierto que los dos tiros en la cabeza se los descerrajaron el sábado 12. Pero fue tal día como hoy, hace veinte años, cuando Miguel Ángel Blanco dio su último suspiro sobre la camilla de un hospital de San Sebastián.

No es grato recordarlo pero conviene que no se olvide. Lo sacaron de un maletero. Le llevaron a un descampado con una capucha en la cabeza y las manos atadas a la espalda, y mientras un terrorista lo sujetaba, otro le disparaba apoyándole el cañón en el cráneo. No muy distinto a lo que hace el Estado Islámico, sólo que por una "Euskadi libre y socialista".

Es habitual hacer distinciones entre unos muertos y otros. En la reciente conmemoración del cuadragésimo aniversario de las elecciones constituyentes, los miembros de IU empotrados en Podemos se presentaron en el Congreso con las caras de Alberti y Pasionaria estampadas en las camisetas. La portavoz del grupo, Irene Montero, escogió para la ocasión los rostros de las víctimas de los sucesos de Vitoria.

Se hace difícil de comprender que la alcaldesa de Madrid se haya opuesto a colocar una pancarta dedicada a Miguel Ángel Blanco con el argumento de que así se evita "una situación de menosprecio de unas víctimas en relación a otras". Tiene a mano el ejemplo de sus propios camaradas. ¿O es que menospreció Alberto Garzón a Grimau al dejarlo fuera de su camiseta? ¿Desairó Montero a los asesinados en la matanza de Atocha por no incluirlos en la suya?

Es verdad que en ocasiones puede resultar mezquino establecer diferencias entre unos muertos y otros, como apunta, aunque es probable que por razones distintasManuela Carmena. A mí siempre me pareció ruin, por ejemplo, que un amplio sector de la sociedad española se escandalizara particularmente con lo que de forma errónea se denominaba "víctimas civiles" de ETA. Era una manera indirecta de justificar el asesinato de personas con uniforme; lo mismo que decirle a policías, militares o guardias civiles que el tiro en la nuca y el coche bomba entraban dentro de su sueldo.

Mañana mismo, por ejemplo, se cumplen 31 años del salvaje atentado de la plaza de la República Dominicana en el que murieron doce agentes que estudiaban en la escuela de Tráfico. Miguel Ángel Blanco tenía 28 años cuando lo asesinaron. De esos doce, ninguno pasaba de los 25. Lo cual no es contradictorio con proclamar que la muerte del concejal de Ermua es especial y extraordinaria por las circunstancias en que se produjo, por la crueldad de sus verdugos y por la reacción espontánea a que dio paso.

Que su sacrificio es singular lo demuestra también lo incómoda que hoy resulta su figura. Él le quitó la careta a quienes en nombre del pueblo se sienten y actúan por encima de la ley.