En el XX aniversario del secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco confirmamos que la igualación del hombre es potestad exclusiva del gusanero. La memoria individual puede llegar a ser confusa. En manos públicas, mucho peor, se pervierte en caprichos del callejero, al dictado de los alcaldes de turno, para desquicio de taxistas y repartidores.

Hace veinte años una muchedumbre harta de la crueldad de ETA confirió un sentido físico a las palabras compasión y paz, y a ese estado de gracia colectiva se le llamó Espíritu de Ermua. Dos décadas después poco o nada queda de aquello porque los partidos se odian y las asociaciones de víctimas recelan entre sí por la escrituración del dolor mientras compiten en el oligopolio industrioso de su representación.

Al dramaturgo Muñoz Seca lo fusilaron en Paracuellos y, según cuentan, concentró en una frase inquietante toda la soledad y dignidad humanas: “Me lo habéis quitado todo, la libertad, pero hay algo que no me podéis quitar: el miedo que tengo”.

A Miguel Ángel Blanco, sin embargo, vencida ETA, lo privan de lo último que tuvo en vida: el protagonismo de su martirio. Han dicho Carmena, el Kichi y los socialistas de San Fernando y Jerez -también el PSE en Bilbao- que no hay que ponerle calles ni pancartas nominativas porque “no hay que destacar una víctima sobre las demás”.

Nadie hubiera esperado este singular sentido de la pulcritud en el reparto del sufrimiento porque carece de sentido y porque no es coherente con algunas conmemoraciones en el recuerdo. No nos referimos a los homenajes en las redes y ante la turba de los monstruos domésticos de cada cual. No se trata de que Iglesias haya celebrado a Otegi, Bódalo, Cañamero, o Alfon; cada cual con su patulea. Sino de la cantidad de veces en las que el homenaje institucional ha sido personal, singular y concreto sin que nadie se haya sentido ofendido por ello.

En mayo de 2015, Carmena y la concejala Celia Mayer conmemoraron al joven antifascista Carlos Palomino, apuñalado de muerte ocho años antes por un nazi en el metro de Madrid, sin que ninguno de los asesinados o apaleados por grupos de extrema derecha de España sintiera un menoscabo a su condición de víctimas.

El marzo pasado, Ada Colau y Carme Forcadell recordaron sentidamente al último preso ejecutado por la dictadura, el anarquista Salvador Puig Antich, sin que los familiares de la multitud de represaliados y condenados a garrote por los oscuros tribunales franquistas sintieran que la alcaldesa de Barcelona o la presidenta del Parlament estaban agraviando a sus antepasados.

Al mes siguiente, otra vez Carmena, esta vez en compañía de su homóloga parisina Anne Hidalgo, rindió tributo a los 150 republicanos de La Nueve sin que ninguno de los supervivientes republicanos enrolados en la División Leclerc interpretasen que este homenaje institucional y público mermaba un ápice el reconocimiento de su heroicidad en la lucha contra el yugo nazi.

“La memoria es necesaria para conservar la libertad”, dijo entonces Manuela Carmena. Pues recordémoslo.