Hay un pasaje en La campana de cristal, la bella y terrible novela de Sylvia Plath, en el que la protagonista se topa con dos mujeres que hacen el amor.

Sucede en uno de los manicomios por los que pasa la protagonista -trasunto de la propia Plath- en su recorrido por los abismos de la depresión. La joven entra en un cuarto y, tras acostumbrar sus ojos a oscuridad, ve a dos de las pacientes juntas en la cama.

La protagonista termina contando el episodio a su psiquiatra, a quien hace partícipe de su perplejidad: “no veo lo que las mujeres ven en otras mujeres. ¿Qué ve una mujer en otra mujer que no puede ver en un hombre?”. La psiquiatra guarda silencio y al final responde: “La ternura”.

El pasaje tiene varias lecturas posibles. Podemos verlo como una explicación de la homosexualidad (femenina) según un esencialismo de género algo trasnochado: los hombres son bastos y las mujeres dulces, así que ¿por qué no iban a buscar éstas la ternura en los brazos de quien se la puede dar?

O también, si nos centramos en el contexto del pasaje, podemos hacer la lectura inversa. La homosexualidad sería algo puramente instrumental, una herramienta de supervivencia para las pacientes de este manicomio en el que han sido abandonadas por sus familias, y en el que son sometidas a terapias salvajes. Estamos en los cincuenta, y la depresión suicida se trata con tres sesiones de electroshock a la semana. Como para no buscar algo de suavidad en las compañeras de suplicio.

Y luego hay una tercera lectura. Lo que la psiquiatra intentaría explicar a la joven es que no hay nada raro ni enrevesado en lo que ha visto. Que no debe devanarse los sesos con que si los hombres esto y las mujeres lo otro. Lo que buscan algunas mujeres en otras mujeres -le estaría explicando- es lo mismo que buscan algunas mujeres en los hombres, o algunos hombres en las mujeres, o algunos hombres en otros hombres. Lo que buscamos todos, en fin: el amor. La ternura.

El pasaje adquiere un matiz adicional en estos días en los que Madrid acoge las celebraciones del Orgullo, y se alzan voces que critican la mercantilización o banalización de esta fiesta, o que cuestionan algunas de las proclamas más dudosas que se hacen bajo su paraguas. Si bien el debate que resulta de estas posiciones puede ser interesante, a veces me pregunto si las críticas de verdad tienen que ver con cuestiones ideológicas y no -y que me perdonen el paternalismo- con cuestiones de temperamento.

Esto no es una forma de relativizarlas: entiendo perfectamente que el estrépito del Orgullo y su masificación comercial puedan echar atrás a temperamentos con una leve tendencia a la misantropía, o simplemente enemistados con el jaleo. Pero recordaría a los críticos que estas fiestas no son un fin sino un medio. El fin es lo que se reivindica y se celebra: vivir en una sociedad en la que la ternura sea una posibilidad real para todos. Estamos en uno de los pocos lugares del mundo, y en uno de los escasos islotes de la Historia, en los que es posible.

Así que no nos devanemos los sesos: esto es algo de lo que sentirse muy orgulloso. Incluso si prefieres pasar de la fiesta.