El que Cristóbal Montoro siga sentado en el Consejo de Ministros sitúa el nivel de exigencia política del Gobierno muy cerca del cero. La sentencia unánime del Constitucional que anula la amnistía fiscal señala que esta “viene a legitimar como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir”. No hay descripción más exacta de la arbitrariedad, que resulta que es la negación de la democracia. Montoro ha hecho de la arbitrariedad todo un programa político, con sus insinuaciones amenazantes desde la tribuna, sus ejemplarizantes espectáculos mediáticos de sobremesa y su vocación de mártir de un gobierno incapaz de construir un discurso con el que acompañar sus resultados económicos.

La respuesta de Rajoy a la sentencia del Constitucional confirma lo que ya sospechábamos, que para él la política es una floritura narcisista que distrae a los gestores de su labor. Este desprecio quizás será su legado más dañino. Ni siquiera en esta legislatura de perpetua negociación parlamentaria y ministros reprobados, la política ha cobrado para Rajoy la importancia debida. Ya no hablamos del arte de lo posible sino del arte de la supervivencia y todo el ideario termina reducido a una factura milmillonaria con las que comprar en Canarias o el País Vasco un par de años más de paz monclovita.

Montoro es el español que durante más tiempo ha ocupado la cartera de Hacienda. Es el pararrayos eterno, el señuelo para titiriteros y para liberales, para presidentes autonómicos, funcionarios, aznaristas, tertulianos y hasta para futbolistas. Es también el hombre que, según el Constitucional, avaló y justificó un instrumento que legitima el fraude fiscal y, finalmente, el que ha sobrevivido a una acusación semejante por parte del supremo intérprete de la Constitución. Por muchísimo menos, José Luis Corcuera se hizo el harakiri en su despacho de Interior aquel lejano 1993.

Si las promesas regeneradoras de eso que llaman la nueva política se han hecho pedazos cuando se han estrellado contra la imputación de los concejales de Ahora Madrid Carlos Sánchez Mato y Celia Mayer; el que Montoro sobreviva a la nulidad de su amnistía fiscal hace añicos las promesas de rigor institucional de los partidos tradicionales. Esto no es baladí, que diría el presidente. Un partido conservador puede justificarlo casi todo, incluida la mayor presión fiscal que han soportado jamás los españoles, pero esto de Montoro quizás haya ido demasiado lejos.