La corrupción ha vuelto dice el CIS. Se dispara doce puntos, según el último barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas, la preocupación de los españoles por el trinconeo que no para y que ha vuelto a visualizarse tras el estallido de la operación Lezo, el penúltimo mangoneo al amparo de nuestra clase política.

Pero la dura realidad, barómetros al margen, es que el choriceo nunca se ha ido de nuestro lado; lleva tantos años pisándonos los talones que se ha convertido en nuestra sombra negra. Y nos hemos acostumbrado a caminar con ella, a cabalgar a su lado. La corrupción se ha convertido en ese vecino que maltrata a su familia y al que sin embargo saludamos cuando coincidimos en el ascensor, en el aliviadero que nos repugna pero cuya peste soportamos.

Usted no recuerda, seguro, la última vez que leyó un periódico o una página web en la que no hubiera una, dos o hasta tres noticias relacionadas con este cáncer que nos asola. Y usted no recuerda, seguro también, cuándo dejó de sorprenderse por ello.

Ya no sé que es más grave: si el robo a tutiplén o la rendición de una ciudadanía siempre dispuesta a bajar la cerviz. Me inclino por lo segundo. Nos hemos acostumbrado a los medio ladrones, a votar a mangantes, a los caras que sabemos que se lo llevan crudo.

Nos hemos doctorado cum laude en mirar para otro lado, y tragamos con los concursos amañados, las comisiones repartidas y las donaciones que ni lo son ni lo parecen. Nos hemos acostumbrado al olor de la mierda y preferimos tirar de ambientador para enmascarar el insoportable hedor antes que sellar de una vez por todas la fosa séptica.

Cohabitamos con la corrupción y no parece molestarnos. Nos hemos convertido en una sociedad que acepta lo inaceptable. Incluso que vota lo inaceptable sabiendo que lo es cuando introducimos determinados votos en la urna tapándonos la nariz. Y este comportamiento no es de recibo en una sociedad que se considera madura y responsable.

No nos hemos tomado en serio esto del robar, y aunque nos indigne nos indigna poco. Y olvidamos; olvidamos tan rápidamente que duele. Y hemos perdido la capacidad de indignarnos por los comportamientos indignos que nos rodean.

Encima, los partidos, para más inri, se sienten perseguidos por la corrupción y lloran amargamente por lo que entienden como una persecución. Dicen que dudamos de su honorabilidad y de su buen hacer. Y es verdad, dudamos. Y basta con leer periódicos y sumarios, informes y sentencias para justificar nuestras dudas. Y ellos se escandalizan cinematográficamente cuando les cogen con las manos en la masa y gritan cuan histéricas: “¿Qué vergüenza! ¡Me acabo de enterar ahora mismo de que en este partido se roba!”.

Sí, en algunos partidos se roba, en muchos se roba. Y los ciudadanos no hacemos todo lo que deberíamos para hacérselo pagar.