¿Altera la realidad un exceso de banderas, o es una previa alteración de la realidad lo que provoca la profusión? En la historia, causas y efectos interactúan, pero el símbolo se adhiere a la amígdala y a menudo toma el mando. La imagen de un argentino aficionado a fusilar cubanos ha sido moda recurrente en Europa. El barbudo de las camisetas, ¿introduce el peligro totalitario, normaliza la violencia?

Sabemos que una bandera puede ser deletérea: así la estelada, que borra afectos porque significa romper una comunidad. En cuanto al Che, se ignora quién fue, lo toman por una especie de cooperante. Desde una posición estrictamente racional, un símbolo carece de fuerza; solo tiene el poder que le confiramos.  El problema de las posiciones estrictamente racionales es que son escasísimas.

Nuestro gobernante menos racional ha sido Zapatero. No era López Rega, que celebraba ceremonias esotéricas con el cadáver de Eva Perón, pero era dado a otro pensamiento mágico: la fuerza ínsita de algunas fórmulas verbales (¡encantamientos!) para enfrentar graves problemas, el voluntarismo, la fe en el odio. Alguien podría apostillar que formulitas, voluntarismo y emociones bastardas constituyen precisamente el pack que venden miles de coaches de empresa todos los días. Y tendrían razón. Zapatero conectaba mucho con Juan Español.

Hay que reconocer que nadie previó mejor que el católico Chesterton la credulidad absoluta e indiscriminada en que iba a caer Occidente una vez perdida la fe en Dios. La cita es archiconocida, no me hagan repetirla. Tolstoi, en La confesión, ilustra maravillosamente la necesidad de la religión para unas gentes sencillas que padecían tanto como el campesinado ruso. Es la misma idea de Marx cuando compara la religión con el opio, una reflexión bondadosa contra la interpretación habitual: no es el opio literario de la huida placentera, es el opio solemne que aplaca el dolor insufrible de la existencia necesitada.

Quien haya precisado alguna vez de la morfina, quien conozca ese paso casi instantáneo del dolor extremo al bienestar ataráxico sabrá muy bien a qué me refiero. Marx no insultaba a la religión en aquella frase, no menos popular que la de Chesterton. Pero, a diferencia del polígrafo británico, no comprendió que lo insufrible no era la existencia en precario sino la existencia sin más, y que, privados del opio auténtico, muchos se lanzarían desesperados en busca de cualquier chute, polvo cortado, cigarrillo cargado o pastilla dudosa. Una causa, cualquiera, por favor, algo, os lo ruego, etc. Y de ahí todo lo demás.