La tarde del viernes amenazaba tormenta sobre el deporte español. Comenzó con nubes y claros sobre la pista central del Máster 1000 de Roma. Luces y sombras que acompañaron el juego de Nadal, que nunca llegó a sentirse cómodo ante el empuje inicial de Thiem. Peor aún, a punto de remontar el primer set y dar la vuelta al partido, su esquema se desordenó y liberó a su rival de una muerte segura. Había fallado cuando nunca suele hacerlo: en el momento de la ejecución. A partir de ahí los síntomas de debilidad se instalaron en la mente de Nadal, incapaz de exponer su mejor versión.

Qué diferentes son el tenis y el baloncesto y qué parecidos pueden ser dos partidos de estos deportes. Como Thiem, el Fenerbahçe salió en tromba y el Madrid no supo reaccionar a una situación que requería tanta tranquilidad como arrojo. Y cuando por fin parecía que se sobreponía a su actuación incómoda, se lesionó Randolph y la remontada se frenó en seco.

Y ahí acabaron las opciones del Madrid, cerca del descanso. Los blancos no lograron continuidad, prolongar las alegrías que nutren de confianza en los partidos a cara de perro. Solo por momentos recordó al equipo dominador de la temporada, el que en muchas ocasiones ha sido capaz de ofrecer todo su potencial. Tras buenas rachas en seguida volvían los fallos, que les restaban la determinación que requiere una semifinal en campo ajeno.

A decir verdad, no es la primera vez que le ocurre en este curso al equipo blanco, que siempre ha sembrado ciertas dudas en este cronista. Escritas están, por lo que no se puede decir que hable a toro pasado. El Madrid de este año es un equipo de un enorme poderío físico, pero, sin duda, con menos creatividad que en sus grandes campañas. La marcha del Chacho y la espalda de Rudy tienen la culpa. Por eso, cuando se atascan tienen menos opciones que antaño.

Y, qué paradojas, el juego interior- que tanto se reforzó para que se convirtiera en la piedra angular de este equipo- hizo aguas; en especial Ayón, un jugador muy fiable. Pero así son estos partidos y así lo reflejaban las declaraciones de los perdedores: no hemos jugado bien. Hay días que el contrario-Thiem, el Fenerbahçe de Obradovic-te exige lo mejor. Y, por desgracia, hay días que la voluntad empuja, pero la cabeza se desordena y el cuerpo no responde. Entonces, el juego se desajusta y la ansiedad aparece, el síntoma de que la maquinaria no funciona cómo debería.

Y mientras Nadal perdía su imbatibilidad en tierra batida este año, el Olympiacos ofreció su acostumbrado espectáculo de baloncesto y pasión. Se coló otra vez en la final cuando de nuevo era el último en los pronósticos. Con paciencia infinita, siempre confiaron en sus fuerzas a pesar de la relativa facilidad con la que el CSK conseguía una y otra vez ventajas de diez puntos o más. Pero cuando llegaron a los últimos minutos, los que aceleran las pulsaciones y nublan el entendimiento, Spanoulis dijo basta. El mago había vuelto a hacerlo.

La final fue otro cantar porque no hacía falta un número de magia sino un milagro. Esta Euroliga tenía dueño desde que comenzó. Un gran equipo anfitrión con todo a favor: el ambiente, la trayectoria del equipo, la madurez del grupo y el factor Obradovic, un entrenador que no cesa de incrementar su leyenda. Este año le tocaba al Fenerbahçe, el segundo equipo asiático que gana la Copa de Europa de baloncesto. Solo el Madrid podía haberlo impedido y no tuvo su noche.

En definitiva, el equipo turco fue el mejor del fin de semana y encabezó una clasificación de esta fase final en orden inverso a cómo llegaron desde la agotadora liga previa. El primero-el Madrid- fue el último y el quinto-el equipo turco- fue el primero. Una circunstancia que da que pensar acerca del formato, un gran acierto para unos, demasiadas jornadas para otros, entre los que me encuentro. No deja de haber cierta incongruencia en una competición de ocho intensos meses de partidos a cara de perro que se decide comenzando de cero en dos días.