Así se despidió un amigo de su mujer poco antes de morir la pasada semana. “Disfrutar de la vida”, le dijo horas antes de irse definitivamente. Llevaba años luchando contra un cáncer que al final ha podido más que él. El lunes 22 hubiera cumplido los 60. “Disfrutar de la vida” fue su epitafio y “su última lección”, me comentó ella días después. Se fue despidiendo de sus seres queridos y se marchó en paz dejando en sus últimas palabras la pasión que sentía por aquello que estaba a punto de perder.

Siempre me sorprendió su resistencia -o la de otros que como él se agarran desesperadamente a la llegada de un nuevo día- ante lo que sabíamos inevitable. Una pelea que se ha estirado a lo largo de seis años cuando apenas le daban seis meses de vida; un combate en el que nunca se escondió entre las sábanas de una cama o entre las paredes de una habitación con tintes mortuorios.

Él, por el contrario, pasó del velatorio y se echó a la calle desde el primer día: viajó como un loco alrededor del mundo un sinfín de veces, no hubo cena a la que dijera que no o fiesta de cumpleaños –recuerdo la última en la que coincidimos– de la que se borrara de antemano. Sólo la quimio le cortaba las alas de vez en cuando para volver a volar a toda leche, sin perder un suspiro, cuando finalizaba el sufrimiento.

Alargó su vida más allá de lo imaginable hasta tal punto de que a veces, los que le conocíamos, nos preguntábamos si realmente padecía ese cáncer que finalmente se lo ha llevado. Atrás habían quedado, eso sí, los partidos de pádel pero no su imaginación para soñar lo que iba a hacer el mes que viene. Su cabeza siempre se mantuvo al margen de su cáncer mortal. Incluso tres días antes del desenlace hacía planes con otro amigo en su lecho de muerte: “En cuanto esté un poco mejor”, le dijo, “nos vamos a…”.

Cuando te encuentras a alguien así, que se mantiene en pie a toda costa porque no quiere sentarse ni un segundo, que no desea darle ni la más mínima oportunidad a la muerte, caes en la cuenta de que lo más importante de la vida es la vida misma. Que no hay nada parecido a vivir. Y entonces te paras un momento, quizá cercenado por el miedo, quizá acobardado por la presencia cercana y brutal de la parca, y te preguntas si realmente hay que replantearse nuestra manera de enfocar el día a día o si sólo es un calentón por el amigo desaparecido.

A veces desperdiciamos el tiempo que nos toca vivir con una frivolidad que espanta. No tenemos claras las prioridades que deberían guiar nuestra existencia. Y, como si de un ejercicio de supervivencia se tratara, jugamos al trile con el tiempo que nos toca en suerte y hasta nos hacemos trampas a nosotros mismos. ¡Qué ignorantes! Vivimos sin aliento ignorando que el oxígeno se nos acaba. Vivimos dando importancia a lo que sabemos que no la tiene y sin embargo nos engañamos pensando lo contrario.

Mi amigo hubiera dado lo que fuera por un día más, por una hora, por un segundo, por una última bocanada de vida. Tuvo la clarividencia, posiblemente obligado por la inminencia del adiós, de ver lo que era realmente importante y de invocar su amor por la vida. Al final supo que se iba y no se derrumbó. Él, que tanto y tanto quería seguir viviendo, aceptó su fin. Tuvo la sangre fría y la entereza de asumirlo y de decir adiós con un grito de esperanza a la gente que quería. Aprovechar vosotros que yo ya no puedo, les dijo sin decir.

Tienes razón Andrés, hay que disfrutar cada instante de vida que pasa por delante de nosotros porque lo único que no se puede recuperar jamás es el tiempo perdido.