A Las Ventas en metro, a Las Ventas en metro, erre que erre, toma afición y pasión: íbamos a tomar asiento Fernando Sánchez Dragó y yo cuando una ¿señora? le pega tremendo empellón, le quita el sitio a él y me chilla a mí encima con una voz de barítono que si la llega a tener Manel Navarro, otro gallo nos cantaba en Eurovisión. “Yo creo que es una transexual”, opina por lo bajini un espontáneo. Dios me libre a mí de significarme...

“¡Maricón!”, grita un segundo espontáneo ya a la salida del metro, en la explanada. Dragó: “¿tú crees que eso es a mí?”. Mientras me lo pienso el otro añade: “¡Fascista!”. Eso ya suena como que más familiar, más repetido... “Bueno”, templo gaitas yo, “tampoco puedes pretender que todos los que se dan con el codo cuando te ven aparecer en la plaza vayan bisbiseando exclusivamente, mira, por ahí va el escritor y aficionado a los toros...” “Perdona, querida, si eres cronista, cronifica al pie de la letra: por ahí va el gran escritor, y hasta por ahí va el extraordinario escritor, eso es lo que yo he oído...” Anotado queda.

Menos mal que todo eso nos pasa antes de encontrarnos con los invitados de la tarde al Callejón: Albert Boadella y su mujer y sin embargo amada compañera, Dolors. “Yo sin Dolors no voy a ningún sitio”, se nos engalló cuando le invitamos. Puñeta, ya entiendo por qué. Espero que el lector también lo tenga claro al acabar de leer esta crónica.

¿Han probado nunca a ir a los toros con un hombre perdida y prolongadamente enamorado? Cuarenta años después de conocer a Dolors, Boadella todavía se jacta de dormir a pelo todas las noches con ella. En El sermón del bufón, el delicado strip-tease dramático que ha protagonizado y todavía protagonizará algunos días más en el Teatro Marquina de Madrid, Albert cuenta que cuando de joven se fugó de la cárcel Modelo de Barcelona no fue tanto por antifranquismo o por liarla como porque no podía vivir seis años y un día (o sin el día) privado de Dolors. Ella se sacó literalmente sangre de sus venas para dársela a beber a él, que pudo así provocarse el aparatoso vómito con aparente hemorragia que obligaría a trasladarle de la trena al hospital, de donde era mucho más fácil fugarse. Y hasta hoy.

Dolors es una mujer muy bella a la francesa, muy inteligente a la inglesa y de hilar muy fino a la catalana. Ni siquiera hemos cruzado la Puerta de Arrastre cuando ya se fija en lo bien colocada que tienen la gigantesca grúa (llamada pluma o telescopio, me cuenta) que garantiza las vistas aéreas de la plaza. “Es sorprendente lo bien televisadas que están las corridas de toros, otras cosas no, pero eso...”, pondera. Otro comentario interesante: “Yo viví mucho tiempo en la parte de Tortosa, por entonces era normal que los niños andaran por la calle con los bous, eso ahora no se podría hacer...” Y otro comentario más interesante aún: “A mí esto de matar a los toros, de matarlos de verdad, me da un miedo...” Dicho por alguien que cada vez que abre la boca resulta saber del tema lo suficiente como para poner al mismo Dragó a la defensiva.

“¿Y por qué no toca la banda?”, se queja. “Es que en Las Ventas nunca suena música cuando está el toro en la arena”, se excusa el nuevo factótum cultural de esta plaza. “Y cuando el toro no está, veo que tampoco”, se hace mieles e ironía ella. Como quien no quiere la cosa le restriega en las narices que su Albert decretó en los Teatros del Canal un domingo al mes de puertas abiertas y música de bandas y que era y es fantástico...

Yo me sumo gozosa a pedir que alguien se arranque con un, qué sé yo, Suspiros de España, pero me puede el pesimismo. “Es que sabes, Dolors, a Dragó la música le entra por una oreja y le vuelve a salir por esa misma oreja”. Salta el aludido como herido por el rayo: “¡Si es un pasodoble, se me queda dentro!”. Saca pecho y contraataca retando a Boadella a estrenar aquí mismo, en Las Ventas, su próxima ópera, que estará dedicada a Picasso. Al maestro de las tablas se le ponen los níveos pelos de punta ante la mera idea hasta que Dragó menciona una carpa mágica capaz de cubrir toda la arena y de hacer posible que... Y por los ojos de ambos pasa un interesante destello omnímodo. Todo es posible aquí, hasta la gloria.

El diestro Alberto López Simón en la lidia de su primer toro.

El diestro Alberto López Simón en la lidia de su primer toro. Ballesteros Efe

Por lo demás es tarde de llenazo absoluto, toros de Montalvo para Curro Díaz, Paco Ureña y López Simón, 22.000 almas y mucho famoseo (Ana García Obregón, Adolfo Suárez hijo y nieto...) y mucha autoridad. Relampagueante en rojo y negro Cristina Cifuentes, la melena rubia y briosa al viento, parece hasta rejuvenecida después de plantar cara a las alcantarillas, como la guapa de El bar, la última peli de Álex de la Iglesia. No se queda muy atrás en estilazo la esposa de Rafael García Garrido, el socio de Simon Casas, descendiente ella, y orgullosa de serlo, del heroico almirante Blas de Lezo. “¿Por qué se les habrá ocurrido poner el nombre de mi antepasado a una operación contra la corrupción?”, medio ríe, medio llora.

A Simon Casas, que es algo así como el Jean-Paul Belmondo de la tauromaquia, le hemos dejado recibiendo al rey emérito, a don Juan Carlos, y a la infanta Elena, y a la hija de esta, Victoria Federica, que han entrado en la plaza a lomos de un gran aplauso como a horcajadas sobre un cohete. Nuestro Simon, el mismo que no renuncia a que ese mismo Rey (o el Otro) le entreguen en mano su pasaporte español no por otra cosa que por sefardí, esperaba nervioso fumando contra la pared, tal que un personajazo de novela negra. “Y con los zapatos sucios, como debe ser”, aprueba Dolors, siempre atenta a cómo mejorar el dramatismo.

El Rey Juan Carlos  y la infanta Elena asisten al quinto festejo de la Feria de San Isidro.

El Rey Juan Carlos y la infanta Elena asisten al quinto festejo de la Feria de San Isidro. Ballesteros Efe

Para dramática la cogida temprana de un banderillero. Y la ganadería del día en general (dicho por los del Siete). Sentida cara triste del Rey al levantarse a cazar la montera con que le brindaron un toro de una corrida no muy lucida ni muy feliz. Faenas más cortas de lo habitual (creo) y la atención más ida, más desparramada hacia los pequeños detalles. Yo por ejemplo hacia mi petaca camuflada entre las huecas páginas en blanco de una holy bible de pega. “¡Yo creía que de verdad llevabas un misal!”, se pasma Dolors. “Sí, igualito que el de la Ferrusola”, contesto yo, arrancándole una adorable carcajada.

También nos reímos mucho cuando ella avizora la plaza llena de banderas españolas en su opinión exageradamente y hasta ilegalmente panzudas en lo amarillo. “A lo mejor es para cubrir mejor la boca del tendido”, aventuro yo, desaprovechando una magnífica ocasión para no opinar de aquello de lo que no sé. “Quita, quita, ¿tú has visto jamás que en la bandera francesa pongan la banda azul o la blanca el doble de ancha porque les viene mejor?”, salta ella. Claro. Por eso ellos tienen a Macron con su Brigitte y nosotros a... Pero atiende, que Dolors ya lo está comprobando por Internet y se desdice asombrada: es no sólo plausible sino hasta preceptivo que en la bandera rojigualda, la extensión amarilla sea como la hipotenusa, la suma de los dos catetos rojos al cuadrado. “Aún así esas banderas no están bien”, trigonometriza Dolors a ojo.

Para que te fíes de Boadella. Siempre hablando de Dolors como si sus mayores méritos fueran dormir en pelotas con él y hacer una confitura de higos chumbos “que depara un placer equiparable al sexo”. Ya se sabe que todos los hombres que tienen una gran mujer detrás, o al lado, disimulan. ¿Será para que no se la quiten?

El caso es que resulta encantador ir a los toros con Dolors y con su marido, ir a los toros en catalán. Oír como ella le musita a la oreja, “són rabiüts, aquests toros...” Son rabiosos estos toros... Mira que antes de entrar en la plaza se me ha presentado un caballero de noble pero triste figura como Paco March, “autor de obituarios taurinos, que ya no crítico taurino, para La Vanguardia, y presidente de la federación catalana de tauromaquia, es decir, presidente de lo ilegal”. Puro Borges con unas gotitas de Cortázar que daban ganas de vencer y/o morir. En la playa de Barcino, junto al mar.