La de Hitler fue solo suya, abominable y maldita. Aunque luego le siguieran muchos, malditos también. Cómo el hombre consiguió alcanzar semejante cumbre del mal disfrazándola de una pugna por algo mejor resulta aún asombroso. Pero hay otras batallas. Unas que permiten confiar en el futuro de la humanidad; unas que un puñado de héroes enarbola como motivo de vida; unas que inspiran a todos los que carecen del coraje reservado a los más valientes. Una lucha que es imprescindible no olvidar.

Recomienda la eterna candidata al Nobel Nawal El Saadawi una estancia en la cárcel. El dolor es el mejor educador, asegura la autora de La cara oculta de Eva (Kailas, 2017), y en prisión hay mucho sufrimiento. Tal vez por eso la feminista e intelectual egipcia desarrolló una parte significativa de su enorme talento encerrada tras los barrotes que le impuso Mubarak.

Rithy Pahn también sabe mucho sobre el dolor. El cineasta camboyano vio morir de hambre a toda su familia. Eso no se puede olvidar: es imposible. Él no lo hace, como tampoco puede ignorar, ni un instante, a los culpables. Los jemeres rojos y su esperpéntica locura, tan teñida de sangre, siempre están presentes en su vida. Pahn, ahora casi tan francés como camboyano, contó su tragedia en La eliminación (Anagrama, 2013), y lo sigue haciendo en cada una de sus películas.

La lucha es el motor. La palabra -también las imágenes- el nutriente. Fluyen las de Ngugi wa Thiong'o en sus historias y en sus conferencias. Tan candidato al Nobel como El Saadawi, el escritor keniata, que acaba de publicar en España No llores, pequeño (Kailas, 2017), aprendió mucho sobre el dolor en la terrible cárcel de Kamiti, en Nairobi. Anuncia a Matías Néspolo en El Mundo que “mientras circule sangre habrá lucha”. Con casi 80 años, el intelectual africano emigrado a California no muestra el menor síntoma de detener su cruzada, que es la misma que la de su continente de origen.

Carlos López Otín, una eminencia mundial en biología molecular, considera que no hay nada más hermoso que los universos minúsculos e infinitos que se hallan en el interior de las células que él y sus alumnos visitan en sus investigaciones. Pero el mundo, hecho de esas y de otras células, a menudo no resulta todo lo admirable que nos gustaría.

Ni mucho menos. Nublaron cualquier atisbo de confianza en el progreso humano Mengistu en Etiopía, Habré en Chad, Pinochet en Chile o Arap Moi en Kenia. Se produjeron genocidios en Armenia o Ruanda, y los nazis provocaron el Holocausto. ¿De verdad ocurrió todo esto?, cabría preguntarse. Sí. Fue hace unos cuantos años. Pero Siria se cae hoy a pedazos, como lo hacen sus ciudadanos, mientras nadie, o casi nadie, intenta detener una tragedia que desborda padecimiento.

El planeta tiene poco de hermoso. Pero bella es la contienda sin fin, y también sin posibilidades, de los grandes valedores de los derechos humanos. La lucha de El Saadawi por el progreso de la mujer árabe. La de Thiong´o por el avance africano y contra el colonialismo. La de Pahn por honrar a los dos millones de compatriotas que asesinó el régimen de Pol Pot en la segunda mitad de la década de los 70. Y tantos otros.

El combate a muerte –literal, tantas veces–, de quienes persiguen el progreso de todos. La pelea –a muerte, tantas veces–, de quienes aceptan el hambre, o la cárcel, a cambio de un granito más en su batalla, una que, saben muy bien –aunque eso no les reste ímpetu ni determinación–, está perdida. Importa el camino, y no tanto llegar al final. Importa la lucha, y no tanto esperar el resultado. Importan los que luchan.