No es terrorismo mal escrito, no: es terrorarismo. De terror raro. Me acabo de inventar un palabro, sí. Un neologismo. Conste que lo que les voy a contar es un suceso estrictamente real, donde yo nada quito ni pongo, aparte de los nombres propios de mis fuentes y alguna que otra pincelada de mi estilo. Ocurrió en el Museo de Historia Natural de Londres el último día del primer puente de mayo. Estaba una familia felizmente madrileña (padre, madre, dos hijas más una pareja de cuñados…) visitando una de las salas del museo, “una donde tenían el enorme esqueleto de una ballena”. Aparte de ellos y muchos más turistas, había dos grupos de escolares, pequeñitos, pequeñitos, pastoreados por las respectivas monitoras o profesoras. 

De repente por megafonía dicen algo y una de las hijas del matrimonio español, una adolescente que honra las clases de inglés pagadas con el sudor de la frente de sus mayores, se demuda toda. Y no es la única en la sala de la ballena. ¿Qué pasa?, preguntan los no anglófonos. “Pues que han dicho que estamos en estado de emergencia, que nos quedemos quietos aquí, sin salir…”, explica la chica. Curiosamente, pese a la gravedad del mensaje y el carácter previsiblemente internacional de la parroquia, por megafonía no sale ninguna otra voz que dé explicaciones que no sean en inglés.

Los niños pequeños y británicos que visitaban el museo se sientan contra la pared en dos filas. Muchos lloran a moco tendido. No son los únicos: otro tanto hacen sus profesoras, para nada flemáticas y totalmente desencajadas. Poco a poco va quedando claro que se han cerrado las puertas de esa sala y de la contigua. Todos los allí presentes dan preocupadas vueltas sin que nadie les acabe de explicar nada. Estado de emergencia, ¿de qué y por qué?

El matrimonio español discute cómo treparse a lo alto de la ballena y hacerse fuertes ahí. El cuñado dice que él sale así sea en plan Spiderman. La cuñada dice que ella se va tras él. Los no cuñados dudan precisamente por miedo a exponer a sus hijas… En estas el cuñado audaz empuja disimuladamente una puerta de emergencia, más o menos se le abre, y toda la troupe española se cuela por la rendija. Pasan a la siguiente sala, donde más de lo mismo. Pero también hay otra puerta de emergencia que vuelven a empujar sigilosamente sin que se mueva ni una rama ni un músculo del bosque encantado que es toda la demás gente. Paralizada por los anuncios de megafonía: no se muevan por favor, permanezcan donde se encuentran, estamos en estado de emergencia, no se muevan por favor…

Acceden por fin los españoles a la tercera sala del museo y…oh, sorpresa. ¡Allí todo es normal! Docenas de personas tranquilísimas visitando esto y admirando lo otro, puertas abiertas, pasillos expeditos… Con el corazón (y el mosqueo) en un puño, nuestros héroes ganan la puerta final, salen del museo a la calle… Donde no hay ni una ambulancia, ni un policía, ni un guardia en alerta, ni siquiera un mal periodista mascando su alcachofa. Dejan atrás medio museo normal, medio museo en estado de emergencia; huyen despavoridos al hotel; hacen la maleta y sin mirar atrás enfilan hacia el aeropuerto. No sea que vuelva a pasar alguna cosa rara y no les dejen salir, esta vez del país. Llegan a casa, buscan por Internet. Ni rastro del tema. Ni una noticia. Ni una alusión.

¿Qué era? ¿Qué fue? ¿Un terrorismo nuevo, muy rarito? ¿Un experimento artístico? ¿Un simulacro de Brexit? ¿Lo sabremos alguna vez? Mira que los ingleses siempre han sido para echarles de comer aparte, pero es que ahora ya…