En Paterson vas buscando el sentido de la película a medida que progresa, como buscas el de la vida, mientras progresa, esperando a que algún día pase algo grande. Pero, igual que en la vida, eso tan grande que lo cambia todo no ocurre fácilmente.

Van pasando cosas pequeñas, nimias, entrelazándose entre sí, haciéndose cosquillas en ocasiones, simulando tragedias inciertas otras, agrediéndose a veces, pero sin saltar nunca al vacío. Hasta que lo hace, claro; pero eso será mucho más allá, más lejos, y más tarde.

Un perro que come poesía, una pareja que lo es sin saber por qué, del mismo modo que yo tengo amigos que no sé por qué lo son -probablemente ellos tampoco-, y William Carlos William revoloteando por toda la semana de un conductor de autobuses en Paterson, Nueva Jersey.

Nadie se miente, pero nadie dice la verdad, y el filme prosigue su camino como lo hace la existencia la mayor parte del tiempo: sigilosa, vencida. A la espera de ese sobresalto improbable que nos recuerde que seguimos vivos, aunque la odiosa rutina que domina los tiempos pueda sugerir otra idea. Paterson, en su Paterson natal, tiene más de muerto que de vivo, si lo juzgamos por lo que se encarama en sus sueños poéticos, si contemplamos hasta qué punto se deja deslizar por sus días, sin apenas agarrarse a ellos, sin casi vivirlos.

Hay un norteamericano con aspecto de macarra a punto de subirse en una enorme Harley Davidson camino de la Route 66, la barba roja mucho más allá de la barbilla, la coleta cerca del trasero, que explota un cerebro insólito, de científico original y brillante, que asegura que quizá pronto nos vacunemos contra el envejecimiento y podamos vivir mil años.

Si Aubrey de Grey tiene razón, me parece mucho mejor su apuesta que la de las religiones: a pesar de la vida de Paterson en Paterson, o de cualquiera de las nuestras, prefiero mil años aquí sin envejecer que mil eternidades en el paraíso, con o sin vírgenes de (inadecuado, completamente machista) regalo.

Si no hay amor, qué razón hay para nada, se pregunta Everet, el personaje Romeo de Paterson. Y tiene razón. Qué razón hay. Ya decía Lennon, y lo sigue cantando McCartney, que todo lo que necesitas es amor. Quizá el paraíso se reduzca a, o simplemente se agrande, cuando haces el amor cada día. 

Jim Jarmusch ha dibujado una semana en Nueva Jersey extrapolable a cualquier otra en cualquier otro sitio, así de universales y de válidas son sus misteriosas historias. 

Es posible, sí, que el sentido se vaya escapando mientras lo vas buscando; incluso que eleve el ritmo si lo persigues con mayor ahínco, como si siempre fuera a estar unos metros por delante de ti, y se riera, apretando el paso cuando tú haces lo mismo, y batiera a Bolt cuando tú, desesperado, esprintas para por fin agarrarlo.

Quizá, como hace Paterson, lo mejor, o lo menos doloroso, sea dejarlo fluir; mirarlo solo de reojo, saber -o pensar- que existe-, aunque -como a cualquiera de los dioses- no lo lleguemos a tocar nunca. Tener fe en él como tener fe en él, cuando lleva mayúscula. Un acto gratuito y consolador solo explicable desde sí mismo y circunscrito a uno mismo.

“And somewhere between the time you arrive and the time you go/may lie a reason you were alive, but you´ll never know”. El denostado -¿para siempre?- Fernando Trueba creía en Billy Wilder. Yo, en Jackson Browne. Su For a dancer, que concluye con estos patersianos versos, es solo una de un número asombroso de razones por las que creer íntima y sosegadamente en él. A veces, solo él -con su deliciosa minúscula- le da sentido a la vida.