Recuerdo la indignación que me causó aquello. Mi tía vivía en Columbus Avenue, en pleno centro de Manhattan, y, adyacente al portal de entrada a su apartamento, había una óptica. Entonces, a principios de los años 90, Ada tenía ya cerca de 75 años, y se apoyaba en dos muletas para caminar. Lo hacía con lentitud y torpeza –una de sus piernas parecía haber sido mordida por un tiburón, hasta se veía el hueso- aunque, si le vieran la cara, siempre iluminada, siempre sonriendo, no lo parecía. Cubana, claro.

De entre sus diversiones, la mayor, y casi la única, leer las revistas que le llegaban de España. Las leía una y mil veces, buscando en las relecturas nuevas interpretaciones; o, simplemente, buscando dejar transcurrir las horas con mayor suavidad. También le divertía ver el desfile de la Hispanidad desde la ventana, abriéndola a pesar del aire gélido en los octubres fríos, pero esto solo ocurría, claro, una vez al año.

Entre sus numerosos achaques destacaba la vista: sin duda necesitaba una nueva graduación en sus gafas, porque ya no podía leer. Qué suerte, pensé, que a escasos dos metros de su portal hubiera una óptica. No para que ella bajara los cuatro tramos de escaleras empinadísimas que la separaban de la calle, que resultaba imposible, sino para que ellos subieran.

Con toda la lógica, y también la ingenuidad, bajé yo y expliqué el caso: a dos minutos de aquí; una señora mayor; imposible que ella se desplace; su felicidad -últimamente perdida- al leer. Ellos fueron tajantes: “No se puede. Tenemos unas normas. Que si el seguro. Que si no tenemos tiempo. ¿Y si nos lo pidiera todo el mundo? De algún modo ella podría bajar, ¿no cree?”.

Recuerdo la angustia que sentí, con el corazón bombeando al máximo, al explicarle a Ada que, aunque pareciera asombroso, los ópticos que trabajaban ahí abajo, justo ahí, casi los podía oler al abrir la ventana cada 12 de octubre, no subirían. Nunca lo harían.

Entonces, atribuí la crueldad de estos supuestos profesionales de la vista a la dureza de Nueva York, una ciudad tan apasionante como fría; tan hermosa si atraviesas el puente de Brooklyn una noche de luna llena como despiadada si recorres la calle 42 un lunes lluvioso de invierno.

Me asaltó el recuerdo de Ada al conocer la muerte de Isabel Carragal, hace unos días, por culpa de un cáncer de mama. Hace solo tres meses un juzgado pontevedrés sentenció que esta gallega de 46 años, que había cotizado 20 y tenía dos hijos, solo debía recibir una prestación mensual de 388 euros, ya que su salud, a pesar de la gravedad de su enfermedad y del probable destino al que ésta la enviaría eventualmente, no le impedía ocuparse laboralmente para completar sus ingresos.

La Seguridad Social y el juez coincidieron en el diagnóstico: Isabel podía trabajar porque no tenía pérdidas funcionales. No, no las tenía. Solo tenía incertidumbre al respecto de cuántos amaneceres podría aún disfrutar, y seguridad de que no serían demasiados. Tampoco suficientes.

Sin embargo, para el INSS y para la Justicia, para el Estado y por tanto, para todos nosotros, Carragal debía sobrevivir con esos 388 euros o bien encontrar un empleo que aumentara la cifra.

Ada murió algún tiempo después de la decepción que le causó el equipo de la óptica sin poder disfrutar de lo que más le gustaba. Los días transcurrieron mucho más lentos y dolorosos a partir de entonces. Isabel sucumbió a su enfermedad el pasado día 13, solo tres meses después de que el juzgado de lo social número 1 de Pontevedra estableciera que no estaba impedida para trabajar.

No, aquél no fue un problema inherente al Nueva York de entonces. Y este tampoco es uno relacionado con la Galicia actual. Se trata, más bien, de una circunstancia mucho más universal que tiene que ver con la condición humana. Llevamos miles de años acercándonos a la muerte, primero, y muriéndonos después, y seguimos sin saber cómo hacerlo correctamente a pesar de que esa sea la única certeza que nos rodea.

Algún día no tan lejano quizá alguien no sepa ofrecernos la dignidad y la sensatez que cualquiera precisa cuando se halla al borde de la existencia. O, quién sabe, tal vez seamos nosotros mismos quienes decepcionemos a los demás. ¿Aprenderemos algún día?