En principio este artículo tenía que tratar sobre las tartas de zanahoria que pueblan todos y cada uno de los nuevos locales de moda en un exceso de sofisticación repetida. Mi tesis giraba en torno a la idea de que antes había tartas al whisky, después cremas catalanas y ahora son las tartas de zanahoria que no saben a zanahoria. Pero estoy espeso. Mi padre tiene alzheimer y pequeños infartos que van minando su capacidad de movilidad. Mi madre camina regular. Regular mal, diría ella en un matiz importante. Yo asumo la vida como viene. No estoy vencido, es sólo una especie de resignación dócil y voluntaria. Por eso busco temas que me evaporen del calendario. A los articulistas nuevos le pone la monserga de política. Está bien, la contemplo, me irrito y voto. Pero nada más. Confieso que a mi ya solo me ponen los diálogos cotidianos, las cosas menudas. He aprendido a memorizar insignificantes momentos del día a día y a quitarme de encima otros que me molestan. Otros que ocupan espacio en mi memoria ram.

El neurocientífico Richard Morris dice que “olvidar es crucial para recordar. Si no tiramos los periódicos viejos, es difícil pensar con fluidez”. Eso hago, con disciplina y fidelidad. Observo el desayuno, cómo pincha mi padre los trozos de naranja que ha cortado mi madre, cómo se limpia la boca con la servilleta y cómo ella moja las magdalenas en la leche. La imito. Quiero quedarme con esos gestos, sino los tengo ya.

Haciendo caso a Morris opto por quedarme con pequeñeces y quito de esta gran despensa que es la memoria aquello que ni usé ni quiero volver a usar. Trastos viejos. Recuerdos que caducaron. Bobadas de tiempo atrás. Así ando. Suena algo triste pero es voluntad de memorizar otras mejores.

Y una de esas cosas sucedió esta mañana.

A las nueve llegó el fisioterapeuta que intenta quitar el dolor de la artrosis, el desgaste y la desviación de columna de mi madre. Yo me quedé en la habitación, escribiendo sobre tartas de zanahoria. Escuché cómo desplegaban la camilla y cómo quitaban el sonido del televisor.

Entre los ay y los quejidos se oyó cómo el chico decía: “Estará orgulloso de su hijo, qué buen programa de viajes ha hecho”. “Y escribe libros”, añadió con énfasis. Mi padre, que debía tener esa cara que alguna vez le he visto de satisfacción, respondió que sí. Que estaba muy orgulloso y que lamentaba no haber leído las novelas porque nunca le gustó leer.

Apreté las muelas desde mi habitación para contenerme. Esa jactancia de padre quedó subrayada por mi madre que vino después a contármelo con un café a medias. Tu padre está muy orgulloso, dijo. Fingí que no había escuchado nada para dejar que me lo contara palabra por palabra. Así lo hizo.

Memoricé. Apreté las teclas de “comando y ese” para guardar en mi cabeza. En ese adiós somnoliento que es el alzheimer hay momentos así. La paulatina despedida se hace lenta, dura e ingrata. Pero ahí está. A veces se cuela la luz por las rendijas.

Yo escribo esto con dificultad y con la flojera que da la debilidad. Pero si no lo escribo se pierde. Tal vez como el fantasma del rey Hamlet hacía, hay algo que me dice también: “Recuérdame”. Y eso hago, las palabras no pueden reverdecer a mi padre, ni hacer caminar mejor a mi madre, la historia de sus vidas es así. No recupero, pero sí necesito contarlo. Tal vez alargo la vida un poco más.

A lo mejor no lo estoy haciendo tan mal.