Cómo debió ser el mundo para un nazi. Inexplicable, desde cualquier perspectiva que no fuera nazi. Cómo debe de ser vivir tu vida sabiendo que la que vives es un fraude, y dejar pasar los años así, como si fueras un pacífico e inocente carpintero en Minneapolis.

El cerebro se inventa un mundo: cada uno de nosotros ve uno distinto, sostiene Rafael Yuste, el neurobiólogo madrileño que lidera el proyecto norteamericano BRAIN, cuya pretensión máxima es comprender el cerebro. ¿Tenían los nazis? Y si lo tenían, ¿cómo es que les funcionaba del modo que lo hacía?

Michael Karkoc podría ser un abuelo inofensivo, y seguramente ahora lo sea, en las habitualmente heladas tierras de Minnesota. Pero en otros años, en esos en los que Hitler quiso conquistar el mundo, fue presuntamente un despiadado comandante que llegó a ganarse el alias de “la bestia de Chlaniów”. No es difícil adivinar cómo lo logró.

Identificado estos días por el gobierno polaco como quien verdaderamente fue, el pasado regresa para descartar los restos de vida tranquila que el abuelo suponía que le quedarían. Cumplidos los 98 años, ya no puede ocultarse más, ni tampoco fundar su defensa en la demencia que sus familiares le atribuyen.

¿Es la vida justa? Es evidente que no: las injusticias, lamentablemente, se suceden cada día. Algunas las vemos pasar, menores, como si formaran parte de algún juego extraño o infantil al que nos somete, quizá para poner a prueba nuestra cordura, la existencia. Otras, como las que cometió el Tercer Reich, resultan abrumadoramente bochornosas para la condición humana y además carentes de la menor explicación lógica. Ningún BRAIN, ni el más asombroso de todos, podría sostener otra cosa. Y su responsabilidad, la de los inspiradores y ejecutores de semejante barbarie, no caduca. Ni siquiera a los cien años.

Dicen que el karma equilibra el resultado: el vaivén habrá de volver. Pero el comandante Karkoc tal vez contemple la década de los 40 demasiado lejana. Para él, las atrocidades que al parecer cometió liderando en 1944 la venganza de un oficial de las SS contra el pueblo ucraniano de Chlaniów quizá hayan perdido definición.

Pero no ha sido así para los cazanazis. Tampoco para quienes sobrevivieron a aquella tragedia, o cualquier otra de las muchas que provocaron los seguidores del Führer. E indudablemente, tampoco para quienes aún creen en la justicia. Sobre todo, cuando se trata de aplicarla a quienes han cometido crímenes contra la humanidad.

Ya han pasado algo más de siete décadas desde la caída del Gran Imperio Alemán, pero se calcula que aún el dos por ciento de las 6.000 personas que se ocupaban de los campos de exterminio sigue con vida. A pesar de sus esfuerzos por vivir bajo identidades falsas y de su ancianidad, todavía algunos de ellos, como le ha sucedido a Karkoc, deberán enfrentarse a un pasado que pueden pretender ignorar, pero del que no pueden huir.

Bien pensado, deberían existir el cielo y el infierno, al menos para aquellos a los que el karma o cualquiera de sus manifestaciones no premia o castiga a tiempo. Si no, ¿qué sentido tiene todo esto?