La guerra que está librando el independentismo no es una guerra contra el Estado sino una guerra civil. Basta con apreciar el estupor que produjo la filtración del almuerzo que mantuvieron en La Moncloa el pasado 11 de enero Mariano Rajoy y Carles Puigdemont. El pacto que sostiene a la Generalitat es tan frágil que lo único que tienen en común los partidos que lo suscriben es la impostura: cada uno finge creerse las mentiras del resto.

Leo en EL ESPAÑOL una declaración estupefaciente del líder del PDECat en Madrid Francesc Homs, que dice que una condena a los responsables del 9-N supondría “el fin del Estado español”. Es francamente curiosa la súbita preocupación por la pervivencia del Estado español de alguien que organizó un referéndum para finiquitarlo. Homs se va a sentir muy solo cuando se siente en el banquillo de los acusados para responder por aquel llamado proceso participativo que fue fruto, según dicen, del clamor de un nación en marcha. El abandono que sufren los mártires de Cataluña enternece y tiene una explicación muy sencilla. A los actores del próces lo único que les une es el próces.

Por eso está bien que el proyecto que ha conseguido unir a todas las fuerzas reaccionarias de Cataluña haya sido bautizado así. En común, todo lo que pueden ofrecer es el tránsito. El destino libertario que propone para el viaje Anna Gabriel está situado en las antípodas del paraíso liberal que anhela Artur Mas, de ahí que cuanto más se acerca el procés a su desenlace, más distancia se advierta entre las distintas facciones que componen la comitiva.

Oriol Junqueras se presenta ahora como el heredero de la secular extorsión del pujolismo. Como el posibilista que puede frenar el ímpetu popular. Parece que el gobierno central está dispuesto a otorgarle ese papel. A creerse esa ficción, a la manera de las distintas facciones del nacionalismo catalán.

Cataluña se encamina hacia otras elecciones anticipadas tras meses de promesas vacías. El bloqueo político dura ya demasiado. Desde hace un lustro, el debate público está monopolizado por una quimera. Hasta el punto de que uno ya no puede cenar en Barcelona sin que a los postres alguien le interrogue sobre lo que opina acerca de un proyecto irrealizable. No encuentro una definición mejor para la melancolía.

El presidente Tarradellas dijo aquello de que “cuando Cataluña ha tenido razón y unidad, hemos triunfado”. Donde el astuto político decía Cataluña, debemos leer el nacionalismo catalán y debemos concluir que su derrota está garantizada. Porque no les asiste ni la razón ni la unidad.