Escuchar al ya presidente Trump en su discurso inaugural ha sido una de las experiencias más extrañas de este siglo tan pródigo en anomalías. En primer lugar, por la tibia respuesta que cosechaban sus pausas dramáticas entre sus presuntos partidarios, esa gente que le escuchaba y que, en pleno discurso, no llegaba a cubrir todo el pavimento de la explanada. Tan desmayado era el júbilo popular ante las palabras del líder que se distinguía perfectamente la voz de los pocos entusiastas que se desgañitaban. Daba la sensación de que no terminaban del todo de creérselo: que ese hombre fuera el nuevo comandante en jefe, y que estuviera prometiendo esas cosas desde la tribuna.

Otro detalle perturbador, y quizá lo que resultó más desconcertante, era el contraste entre el tamaño de esas promesas, cifradas nada más y nada menos que en un "destino glorioso", y lo pedestre de la retórica con que Trump las respaldaba.

Si hay que creerle, el 20 de enero de 2017 representa el inicio de una nueva era, con erradicación absoluta del mal y creación fulminante de riqueza y prosperidad para todos; entendiendo por todos los estadounidenses, claro está, que ya se ocupó de dejar claro que América va primero y los demás que arreen con sus medios. Una transformación tan intensa y profunda que se dejará sentir "por muchos, muchos, muchos años", aseguró (o amenazó, según se mire). Una sanación completa de los males de una nación que no sólo se halla protegida por su ejército sino por Dios Todopoderoso, que hizo iguales a todos los ciudadanos norteamericanos (a los que no lo son, se deduce, no los llegó a alcanzar este afán igualador de la divinidad).

Si ya produce cierto escalofrío esa vocación de afirmar una nación contra el mundo (y no dentro del mundo ni en armonía con éste, ideas que al nuevo inquilino de la Casa Blanca le deben de parecer beaterías de intelectuales liberales urbanos), lo que sobrecoge es tratar de identificar, entre la palabrería rimbombante con que Trump defiende su proyecto, los argumentos, la estrategia, el camino por el que se propone alcanzar meta tan ambiciosa y consumar logros tan inmensos e inauditos. Todo, a la postre, se resume en una fórmula mágica: menos cháchara y más hacer; menos quejarse y más resolver. La única pista sobre qué significa hacer está en sus alusiones a la construcción de carreteras, puentes, aeropuertos y líneas férreas. Aquí es donde el promotor Trump pisa terreno firme y familiar, y parece que todo pasa por ahí: por montar una obra descomunal que absorba las energías y los brazos y la melancolía de la nación.

Tiempo habrá de ver en qué se concreta todo, y qué réditos trae y qué peajes impone, a corto y a largo plazo, a los ciudadanos norteamericanos y a los que no lo son. Por ahora, tan sólo es un discurso, que no pasará a la historia por su brillantez.