Vi a Thomas Dausgaard dirigir obras de Nielsen, Sibelius y Arvo Pärt en el Auditorio de Barcelona el pasado fin de semana. La media de edad del público debía rondar los 70-80 años. Me extrañó no ver desfibriladores en cada asiento. Durante el intermedio creí ver a lo lejos a una pareja de niños, probablemente hermanos y probablemente arrastrados hasta allí por sus melómanos y optimistas padres. Pero cuando empezaron a besarse me di cuenta de que era una pareja de treintañeros bajitos. Menos mal que no les hice una cucamona. En cualquier caso, fueron lo más juvenil que se vio por ahí esa noche. 
Yo mismo no voy casi nunca al Auditorio. Tampoco al Palau de la Música o al Gran Teatro del Liceo. Quizá la tasa de reemplazo generacional en el sector de la música culta corre por rincones desconocidos por mí, pero mucho me temo que la explicación es mucho más sencilla: la alta cultura agoniza. 
Con sus anecdóticas subidas y sus demoledores derrumbes, el teatro, la música clásica, la danza, la literatura y hasta la prensa escrita viven una decadencia que ríanse ustedes de la del Imperio Romano. A este ritmo, en diez-quince años habrá muerto una amplia mayoría de los consumidores de alta cultura y el Auditorio de Barcelona será un cascarón de madera vacío que sólo se llenará cuando algún grupo de metal de cincuentones se ponga intenso y decida tocar su último disco con el apoyo de una orquesta sinfónica. 
A mí ya me parece bien. En una escena de La La Land uno de los personajes secundarios, un músico que ha decidido no acomodarse en el cálido útero de la nostalgia, le explica al protagonista Ryan Gosling que los artistas de jazz que él venera fueron revolucionarios en su momento precisamente porque no se acomodaron en el academicismo. Gosling acaba haciendo el memo en sesiones de fotos en las que un fotógrafo enfarlopado le pide que se muerda el labio, que se baje las gafas de sol a media nariz y que se gire la visera de la gorra en un ángulo que le haga parecer más cool. Pero ¿qué otra opción le queda? Un purista sólo resulta ridículo en comparación con el pasado idealizado de sus mitos. Pero ellos también lo fueron (ridículos) en su momento en comparación con sus propios mitos. 
La alta cultura, si es que existe, y si es que puede ser diferenciada de la llamada “cultura popular”, es un animalillo en peligro de extinción que ha muerto ahogado en el vómito de su propio purismo. Aunque yo no creo que vaya a desaparecer súbitamente. Probablemente sobreviva camuflada en otras formas culturales más modernas. La música culta, en las bandas sonoras cinematográficas. La danza, en los videoclips. El teatro, en Youtube. La prensa, en Twitter, Facebook o la red social de turno. Quizá Sibelius sea a Desplat lo mismo que las manos estarcidas de la Cueva de las Manos a La Primavera de Botticelli o como esta a los graffiti de Banksy. A mí, ya digo, me parece bien. No hay mayor prueba del triunfo cultural definitivo de la clase media.