Acabo de volver de la India. Bueno, más que de la India, de Benarés, que era la Itaca de este viaje. Benarés es una ciudad imposible que debería apestar aunque sólo fuera por la cantidad de muertos quemados o a medio quemar que arrojan al mismo río donde los vivos se lavan las axilas y los dientes. Sin embargo huele bien, huele noble, huele dulce. Huele a rosas puestas a secar entre lejanísimas páginas de la infancia.

O entre las más cercanas del Cuaderno de Viaje que el escritor Javier Redondo Jordán dedicó a Benarés, y donde da fe de cómo, emulando la hazaña de Richard Burton en la Meca, se adentró en el Templo Dorado, prohibidísimo a los infieles (infieles, en este caso, del hinduismo) y custodiado por fieles armados con kalashnikov. Doy fe. Yo los he visto.

Cuenta Javier Redondo Jordán toda su herética aventura, todo su adentrarse hasta lo más prohibido y más sagrado, allá donde se yergue el lingam, una oscura y exagerada forma fálica, fuente seminal de inagotable fanatismo… Relata nuestro infiltrado las salvajes escenas de trance que por todas partes empezaron a rodearle…y hasta absorberle. Que él mismo quedó prendido de la arrebatada pupila del guardián del santísimo lugar. Que se sintió caer hasta lo más profundo e incontrolable del universo.

Salió de allí con los calcetines empapados y el raciocinio arrugado, sudando terror y pavor. Y yo que me lo leo atentamente y el tema me retrotrae a otra iluminación crucial, otra sacudida en el templo…

Yo jamás he puesto los pies en el Templo Dorado de Benarés. Pero hace años los puse en el Santo Sepulcro de Jerusalén. Un cuello de botella místico increíblemente semejante al que describe Javier Redondo Jordán en Benarés. También allí tienes que hacer cola y apretarte para entrar y ver a los fieles rodar como bolos por el suelo. También allí acabas devorada por la pupila escrutadora del pope de turno, ante el que yo me apresuré, empujada por milenios de cristianismo, a prender una vela por Nuestro Señor.

Salí. Tomé aire. Y, no me pregunten por qué, algo me volvió a empujar en sentido opuesto. Volví a entrar en el Santo Sepulcro, en aquel instante asombrosamente vacío. Volví a ver al pope… con mi velita en la mano. La estaba soplando. La estaba apagando raudo. Antes de que fundiera y ennegreciera demasiado para poder ponerla a la venta como nueva…

Le pillé con las manos en la masa, con el carrito del helado. Nos miramos sobrecogedora, inhumanamente. Muy despacio volvió a dejar él mi vela donde estaba.

No recuerdo si entonces se lo conté a nadie. Me ha vuelto todo a la mente al leer el cuaderno de viaje de Javier Redondo Jordán y apercibirme de que él salió del Templo Dorado de Benarés acojonado, con perdón, por hasta qué extremos te puede arrastrar la fe religiosa… Pues yo salí del Santo Sepulcro de Jerusalén acojonada, también con perdón, por hasta qué extremos te puede arrastrar la falta de ella. ¿Qué es peor? Dios mío y de los demás… ¿dónde nos has abandonado y por qué?