Qué gran cosecha de sermones tenemos por delante, queridos lectores. Si me pidieran una predicción, una sola, para 2017, esta sería la mía: no vamos a tener nuca suficiente para todas las collejas que nos van a calzar las monjas, los curitas, los sacerdotes, los monaguillos y los papas de la nueva moral.

Por no hablar de sus seguidores, esos beatos y beatas de mantilla y camiseta del Che a los que hay que dar las sales a cada minuto en Twitter y Facebook por vaya usted a saber qué soberana soplapollez. Soberana soplapollez nivel anuncio televisivo de laxantes, o aspiradoras, o leche de avena, y que a ellos, indefectiblemente, les parece una terrible ofensa ejercida sobre vaya usted a saber qué sensible minoría que ellos sólo han visto en foto.

Mal negocio hemos hecho. Ahora que habíamos conseguido que la religión (la cristiana) se transformara en una cosa personal e íntima que suele ventilarse en privado, en voz baja y casi a oscuras, un rito ancestral en manos de gente generalmente discreta e inofensiva y a la que mantenemos acojonada bajo la amenaza de mandarles a un puñado de ritasmaestres para que les monten un esperpento churriguesco, le abrimos a la puerta a esta horda de seres cuyo único objetivo en la vida es amargársela a sus vecinos. Porque la felicidad, suponen ellos, es fascista. Como la belleza, y el orden, y la normalidad, el amor (el romántico, por supuesto) y tantas otras cosas que tan agradable suelen hacernos la vida.

Y es que el activismo, es decir el rascado de gónadas a dos manos mientras frunces concienciadamente el ceño con fuerza suficiente como para cascar nueces con el entrecejo, ha pasado a convertirse en el método de ocio preferido por los adolescentes. Antes te montabas un grupo (yo mismo tuve uno que gracias a Dios jamás logró salir del local de ensayo) y ahora le das la matraca a tus congéneres. El objetivo es el mismo, cambiar el mundo, sólo que yo pensaba hacerlo divirtiéndome por el camino y los niños de ahora pretenden hacerlo soportando el peso del mundo sobre sus hombros. Y luego van diciendo por ahí que si el cilicio y la fustigación son costumbres bárbaras y medievales. ¡Pues ni que tú fueras la alegría de la huerta, chaval!

La cosa no pasaría de anécdota dadaísta si no fuera porque estos yihadistas del muermo cuentan con una serie de partidos políticos dispuestos a convertir el hastío vital en Decreto Ley. Son gente de esa que a cada aparición televisiva, y son docenas al día, te obliga a meterte debajo del sofá saturado por la vergüenza ajena. Tuve la desgracia el otro día de tragarme casi involuntariamente el vídeo de una de estas representantes de “la gente” (y no precisamente la menos dotada intelectualmente de ellos) explicándole al mundo, con su mejor pose de institutriz de las obviedades, cómo nacen, evolucionan y se consolidan las tradiciones culturales. El discurso era tan infantil, tan desacomplejadamente banal, tan bobo, que uno se pregunta cómo esta gente ha logrado manejarse por el mundo sin morir aplastado por un semáforo, o devorado por su lavadora, o despeñado por un barranco por otro lado bien señalizado.

Lo dicho: nos va a faltar nuca, que estos andan crecidos.