Nada hay que comprometa menos que un cargo honorífico u honorario. Viene a ser algo que le adjudican a uno por lo que ya tiene demostrado, y sin que en principio sea menester aportar ulteriores méritos para su mantenimiento. Tan sólo se espera de uno que no empiece de pronto a acumular deméritos que dejen en desairado lugar a quienes le acordaron la distinción. Y si bien la gratitud por la dignidad recibida anima a muchos de quienes ostentan una de estas investiduras honoríficas a corresponder a ellas de manera activa y más o menos entusiasta, no es menos cierto que hay quien se faja poco o nada a favor de la institución que dio en reconocerle y no sufre por ello sanción alguna.

Cuesta bien poco, en suma, llevar sobre los hombros un cargo «de honor», y por eso son contados los casos en que dichos cargos se retiran y más contados aún los casos en que quienes se han visto agraciados con ellos renuncian a ostentarlos.

De ahí la excepcionalidad de la renuncia del expresidente Aznar a la presidencia de honor del Partido Popular, el mismo que él convirtió en una formación ganadora (tras muchos años de penar a la sombra inmensa del PSOE de González), y que en el momento presente, bajo la batuta de aquel a quien él ungió como heredero, Mariano Rajoy, disfruta de una hegemonía de la que, gracias a la incapacidad manifiesta de la oposición, no se atisba el final. Son muchos los escollos que los populares han tenido que superar en los últimos doce meses, pero la pasmosa imperturbabilidad de su líder, frente a la impaciencia, la bisoñez y aun la extravagancia de sus oponentes, ha desembocado en un control de la situación que es puro virtuosismo político.

Existe la tentación de interpretar que la renuncia de Aznar a esa presidencia de honor que nada le demandaba algo tiene que ver con su posible resquemor por la maestría con que Rajoy ha logrado sacar de una minoría precaria un cómodo gobierno. Al contrario que él, cuando en 1996 andaba falto de votos, pese a contar con más diputados, Rajoy no ha tenido que hacer la menor concesión a los nacionalistas, ni se ha publicitado como hablante de catalán en la intimidad. Sin alzar la voz, siempre fiel a su estilo, a quienes le desafían amenazando con saltarse las reglas del juego los fríe de manera inmisericorde a recursos ante los tribunales, que una y otra vez anulan sus actos y sus paripés empujándolos hacia el precipicio en el que los aguarda la cruda disyuntiva: o la insurrección y la ilegalidad, o plegar velas.

Sólo Aznar sabe por qué, más allá de las supuestas razones esgrimidas en su carta de renuncia, la presidencia de su partido ha pasado a ser un honor indeseado para él. Dicen que su gesto tiene una carga de reprobación a su sucesor, y que se ha anotado el tanto de amargarle a Rajoy su puesta de largo en la ONU. Tal vez no deba cantar victoria. Mal que le pese, Rajoy ha probado ser más astuto, más hábil y más firme de lo que fue él.