Hace unos días, en mi universidad, un ponente inició su charla pidiendo a los estudiantes propuestas para mejorar el mundo. Las que recibió oscilaron entre lo esperable (“mayor inversión en países en desarrollo”, “más dinero para la investigación médica”, “más tolerancia”) y lo levemente asombroso (“implantar el sistema penitenciario noruego a escala global”). Pero lo que me llamó la atención fue la incomparecencia de uno de los greatest hits de este tipo de ejercicios. En la semana de la caída de Alepo, ningún tardoadolescente dijo nada acerca de poner fin a las guerras.

Esto podría llevar a un ejercicio facilón de despotricar contra las nuevas generaciones (¡materialistas! ¡consumistas! ¡no les importa nada!), esa versión columnística de hacer diez dominadas en el gimnasio. Pero los estudiantes no están desconectados de la realidad. Más bien al contrario. Su silencio respondía perfectamente a la gran lección de la tragedia siria: que el mundo de 2016 sigue ayuno de soluciones para impedir los conflictos armados.

No hay otro gran problema ante el que tengamos tan pocas propuestas mínimamente operativas. Si crees que la desigualdad es mala, puedes pedir una mejor redistribución de la riqueza. Si te molesta la diferencia entre países ricos y países pobres, puedes reivindicar alegremente planes Marshall para África. Hay ideas, al menos; puntos de partida. Pero si crees que la guerra es horrible… ¿qué pides?

La respuesta de los quince últimos años a este problema ha sido arrancarse por anti-americanerías. Pero el abandono por parte de EE.UU. del rol de gendarme mundial, tan palpable en la guerra siria, ha desactivado esta opción. Con Obama hemos vuelto a la propuesta clásica: apostarlo todo a la mediación de la comunidad internacional. El problema es que esto, nuevamente, ha quedado desacreditado en Siria. Recordemos: rondas y rondas de negociaciones, varias conferencias de paz, la saga/fuga de Kofi Annan, y un saldo de 400.000 muertos, seis millones de desplazados y cinco millones de refugiados. Por ahora.

El problema de Siria no es que no se hayan utilizado todas las flechas del carcaj de la mediación internacional: es que éstas se han hecho trizas contra la armadura de la realpolitik. Una vez más constatamos que, si un tirano lo suficientemente salvaje o un miembro del Consejo de Seguridad lo suficientemente cínico quieren que mueran inocentes, morirán inocentes.

Todo esto es suficiente para sumirnos en un pesimismo alquitranado y hobbesiano; pero también apunta a la curiosa diferencia de trato que reciben la Unión Europea y la ONU. La UE nació para preservar la paz en el continente, y a pesar de haber cumplido rematadamente bien con esta misión los europeos nos pasamos el día mentándole la madre a Bruselas. La ONU nació para evitar grandes y sangrientos conflictos, para forjar esa “paz perpetua” que delineó Kant; y a pesar de que, una vez más, se ha mostrado incapaz de ello, orientamos nuestra indignación a construcciones etéreas como “las grandes potencias” o “la indiferencia internacional”. Nadie plantea un ONUexit.

No pongo en duda que ramas de la ONU como Unicef o ACNUR hayan aliviado inmensamente el sufrimiento de miles de sirios. Pero el propósito de una sociedad de naciones no era el alivio de los conflictos, sino su prevención. Y lo paradójico es que parecemos haber abandonado la búsqueda de fórmulas para alcanzar aquella meta. ¿Para qué todo esto, entonces? La guerra perpetua ya la teníamos.