“Creo que todos tenemos la sensación de que somos un fraude y nos van a descubrir en cualquier momento”, afirma la escritora Milena Busquets. Sí, puede que todos seamos unos temerosos funambulistas vitales persiguiendo, con los brazos extendidos para equilibrar desbarajustes, nuestra mejor versión, mientras a los lados yacen, hambrientas y odiosas, las hecatombes potenciales de la ruina y la decepción.

“No me enfrentes a mis fracasos: no los he olvidado”, escribió Jackson Browne en la sublime These Days. No tenía más de 16 años cuando trazó esos versos y quizá nunca los haya superado. Será que la barra que sujeta con sus manos para alejarse del desastre, pisando delicadamente su cable de acero, será más larga, y por eso aún mantiene el equilibrio; será que los monstruos de sus derrotas resultan indomables, y por eso lleva toda la vida huyendo, con juicio y por una suerte de extremo deber existencial, del desencanto y la pérdida.

Acosa la vida, a menudo, hasta convertirse en ese tigre feroz que persigue cualquier traspié, cualquier duda, para, en el titubeo, en el instante justo de la perplejidad, arrebatar el logro soñado –en unas letras, en unas notas musicales, en un lienzo- e instalar con permanente contundencia la dilatada sombra de la decepción.

Y luego cuesta mucho olvidar; y después resulta agotador sobreponerse a la apuesta perdida. Eso lo sabe bien el autor de Rec, Fabricio Ballarini, que estudia por qué nuestras neuronas recuerdan unas cosas y no otras. Por qué, a veces, retienen precisamente eso que queremos olvidar; por qué, otras veces, olvidan eso que -nos juramos- será el gran axioma de nuestra vida, la llave maestra que guíe nuestra existencia.

Dylan no ha olvidado la cita del 10 de diciembre en Estocolmo pero es que, ese día, tiene otras cosas que hacer. Así que no recogerá su Nobel de Literatura, aunque le honre –asegura- poseerlo. No irá a Suecia pero no será por miedo a que, entre tanto literato y tanto foco, le descubran rotos en el traje. Él no tiene traje –al menos no uno convencional- y, si lo tuviera, a Estocolmo no lo llevaría.

Óscar Martínez, en la excelente El Ciudadano Ilustre de Duprat y Cohn, encarna a Daniel Mantovani, quien sí tenía un buen traje, si bien prefirió no utilizarlo en la cita escandinava. Porque Mantovani no le rinde pleitesía a ningún rey ni a ninguna institución similar, aunque el prestigio y el dinero, igual que Dylan, sí los quiso.

El escritor triunfó en el mundo literario viviendo en Europa y escribiendo sobre el cosmos inacabable de su pueblecito argentino. Viajó lejos para triunfar, y el regreso resultó tan apoteósico como disparatado. Hermosa e inquietante historia.
A José Luis Regot y María José Sánchez también los han premiado, como al músico de Minnesota; como Mantovani, han tenido que establecerse a miles de kilómetros -10.500, en concreto-, de casa.

Y es que algunas personas, para encontrarse, para darle sentido a su vida, han de irse muy lejos. Esta pareja se aburría en España, así que decidió abrir un restaurante, el Lola´s Tapas and Carnívore Restaurant, junto a las Victoria Falls zimbabuenses.
Un organismo que depende del Ministerio de Economía local acaba de premiar al restaurante por la calidad de su cocina. Ni su paella con carne de kudú ni sus hamburguesas de cebra, ni tampoco su carrillada de cocodrilo rebozada con sésamo parecen remotamente una estafa al saborearlas.

Hay quien, con su esfuerzo colosal, disipa cada día la sombra del fraude al que alude Busquets. Aunque, para ello, recurra a una vida errante que a menudo se transforma, sin pretenderlo, en clandestina.