Los periodistas hemos encontrado un nuevo filón noticioso: el marginado, minorizado, despreciado e invisibilizado que compite con otros marginados, minorizados, despreciados e invisibilizados del mundo entero por ver quién es el más desgraciado de todos ellos.

—Soy negro y he votado a Trump.
—Pues yo soy negra y he votado por Hillary.
—¡Yo soy negra musulmana y he votado a Trump!
—Yo soy negra, musulmana y lesbiana y mataría por Hillary.
—Yo soy negra, musulmana, lesbiana y parada, y Trump es mi hombre.

Es una disputa incomprensible de cabo a rabo, casi cabalística. Mi suposición es que esta gente cree que el voto del campeón de las desgracias ha de ser, a la fuerza, el voto “correcto”.

El problema aquí es, por supuesto, establecer una jerarquía de desgracias para no volvernos locos buscando al ganador. ¿Puntúa más el sexo o el color de la piel? ¿Tus gustos sexuales o tu situación laboral? La cosa está muy clara, por ejemplo, con el orden de los adjetivos en inglés: opinión, tamaño, edad, forma, color, origen, material y objetivo. Como dice el meme, en inglés puedes tener un cuchillo “encantador, pequeño, viejo, rectangular, verde, francés, de plata y tallador” pero no uno “pequeño, de plata, verde, viejo, tallador y francés”. Y por eso en inglés no existen dragones “verdes y grandes” sino sólo dragones “grandes y verdes”. La jerarquía, que todo anglosajón conoce de forma intuitiva, es clara y no admite excepciones.

Con los privilegios no ocurre lo mismo. La izquierda ha llegado a la conclusión de que ya no existen seres humanos como tales sino sólo monstruos de Frankenstein construidos con piezas heterogéneas a las que ella considera “construcciones sociales” aunque vengan determinadas por la genética. Es la llamada ideología de la identidad: los ciudadanos como una suma de órganos y tendencias sexuales, colores de piel, clase social, religiones y coyunturas sociolaborales. La idea es que deconstruyendo al ser humano en componentes cada vez más pequeños, es decir poniendo el foco en lo que nos diferencia en vez de en lo que nos asemeja, conseguiremos llegar a algo parecido a la armonía social.

Es una idea perfectamente religiosa, es decir estúpida, pero el posmodernismo la ha comprado y ahí la tenemos, lozana y esplendorosa, en las portadas de nuestros medios de prensa.

De lo que se ha olvidado el posmodernismo es de establecer una jerarquía para su propia lista de demencias. Porque entre un hombre blanco de Nueva York y una mujer negra de Kentucky la cosa está clara. Pero ¿entre una mujer blanca y un hombre negro? Pues depende. ¿Es ella Paris Hilton o una peluquera en paro del Midwest? ¿Es él un votante de Trump o uno de Hillary? ¿Y entre una lesbiana blanca y un heterosexual negro? Sin una jerarquía clara esto amenaza acabar (con perdón) como el coño de la Bernarda.

El problema, en cualquier caso, no es tanto el humo que le sale de las orejas a los defensores de la ideología de la identidad cuando se ven obligados a establecer un orden de “privilegios” sino un efecto secundario bastante más venenoso y que suele pasar desapercibido. Es el que explica David Marcus en este artículo de The Federalist: “A lo largo de estos años, mientras la teoría de los privilegios se consolidaba, muchos blancos empezaron a pensar que iban a ser llamados racistas independientemente de lo que hicieran. Porque eso era, efectivamente, lo que estaba pasando. Antes de eso había reglas. Esas reglas cambiaban a veces, pero si uno las cumplía quedaba protegido de la acusación de racismo. Es como la letra de la canción de Morrissey: ‘¿Lo malo es lo que haces o lo que eres?’. Con el antiguo pacto social, racistas eran las cosas que hacías. Con la teoría del privilegio, racista es algo que eres”.

De las semejanzas entre la ideología de la identidad y el nazismo (la idea de que existen seres impuros no por sus acciones sino por el simple hecho de haber nacido) hablamos otro día.