El historiador James Truslow Adams creó, poco después del crash del 29, el hermoso concepto del American Dream; se refería a ese sueño norteamericano tantas veces adulado, otras banalizado, según el cual en Estados Unidos se ofrecen las mismas oportunidades a todos los ciudadanos; como consecuencia, en base al talento y al esfuerzo se pueden lograr los más ambiciosos objetivos, u otros menos exigentes. La clave está en que depende de uno mismo; no de la jerarquía social, tampoco del poderío económico familiar o de otras circunstancias como los privilegios inmerecidos o el ejercicio del nepotismo.

Para Frank Zappa, tal vez uno de los más brillantes y eclécticos músicos norteamericanos del siglo pasado, el American Dream podría ser Bobby Brown, el protagonista de una de sus más irreverentes y magistrales canciones; el joven Brown vestía fino e iba a una escuela famosa y daba propinas generosas, pero acabó oliendo a vaselina después de unos encuentros sexuales en absoluto convencionales.
Para Donald Trump, ese sueño estadounidense será, en esencia, él mismo: un empresario de éxito que se convierte, contra todos los pronósticos y los deseos de muchos, en el 45 presidente de la nación más poderosa de la Tierra.

Si la democracia en los territorios de la Promised land de Chuck Berry nos lleva a encargarle el trabajo con más poder en el planeta a un tipo al que se acusa de misógino y racista, por resumir, habrá que preguntarse qué le pasa a la democracia. ¿Habrá dejado de ser el menos malo de los sistemas políticos? ¿Se habrá vuelto loco el electorado, que es quien le da forma al sistema? ¿Estará ocurriendo algo en las sociedades del mundo –Venezuela, Grecia, Nicaragua, Estados Unidos…- que penaliza a los candidatos más convencionales –o sensatos- y encumbra a los populistas?

Los norteamericanos sedujeron al mundo llevando a la Casa Blanca a un negro formado en la Universidad de Columbia y en Harvard. Ahora, el mismo electorado que eligió a Obama en 2008 indigna o inquieta, al menos, a numerosos ciudadanos de todos los países enviando al 1600 de Pennsylvania Avenue a Trump, que no destaca por su liderazgo intelectual, por sus capacidades ya demostradas como político ni, tampoco, por su empatía o su solidaridad.

Hace solo unos meses los británicos, por escasa mayoría pero mayoría al fin, decidieron darle un sonoro puntapié al resto de los europeos y llamarlo brexit, a pesar de que, los europeos de las islas y los continentales han logrado en estas últimas décadas, juntos, la etapa de mayor prosperidad y menos belicismo de la historia reciente europea. ¿Nos habremos vuelto todos locos?

Uno de los ejes que sostienen a las democracias occidentales es la cultura: es imperioso y central contar con un electorado informado y, también, cultivado. Que vote lo que desee, pero que lo haga desde el conocimiento.

Para Michel Legrand, uno de los más grandes compositores vivos, el miedo es la ignorancia. Seguro que tiene razón. Y, quizá aún peor, la ignorancia provoca miedo. Por eso, para votar sin miedo y para hacerlo sin ignorancia, resulta imprescindible un electorado valiente; también, uno instruido.

No todo el mundo puede ser como Legrand quien, a sus 84 años y con tres Oscar ya en la vitrina, aún mantiene todo el vigor y la curiosidad; sigue escribiendo música, tocando el piano y, ahora, preparando una película como director, como le explicó a Carlos Galilea para El País Semanal.

Cierto, solo unos pocos pueden aspirar a la lucidez extrema de Legrand. Pero el rigor de no dejarse cautivar por mensajes simplistas y vacuos, con truco, resulta esencial en el juego democrático.

Para luchar contra el populismo hay que cultivar la mente; en especial, la de las generaciones que deberán afrontarlo aún más que la que actualmente está, por edad, cerca del poder. Para ello, lo que hay que hacer es leer porque, como afirma el crítico italiano Alfonso Berardinelli, “leer sabotea la estupidez”.