No debe de haber nada peor, o muy pocas cosas, que ser pobre en un país de pobres. La vida resulta infame y perversa si, además, en ese lugar los derechos de los ciudadanos solo se respetan -con suerte- a medias. La única ventaja, si es que se puede llamar así, es que te puedes convertir, incluso en ocasiones sin pretenderlo, en un mártir.

Eso le sucedió en 2010 a Mohamed Bouazizi, quien con su martirio, en su caso elegido, provocó el comienzo de la Primavera Árabe. El joven tunecino decidió inmolarse el 17 de diciembre de 2010 tras sufrir una injusticia más, la última, cuando la Policía le confiscó su puesto de frutas ambulante.

Al parecer, los policías le agredieron y le humillaron. Él quiso poner una queja ante las autoridades municipales, pero le ignoraron. Poco después, frente al Palacio del Gobierno, se roció de gasolina y gritó, antes de quemarse a lo bonzo: “¿Cómo esperan que me gane la vida?”. Dieciocho días después moriría en el hospital.

Su martirio fue de lo más doloroso; tanto, que durante su agonía estuvo envuelto casi íntegramente con vendas; tanto, que hasta el presidente en ese momento, Ben Ali, obligado por la presión social, fue a visitarlo y se dejó fotografiar junto a él en un intento de rebajar los inflamados ánimos de la ciudadanía; tanto, que al encender su cuerpo con la cerilla y la gasolina Bouazizi incendió también la mecha de la Revolución tunecina que después se trasladó a Argelia, Libia o Egipto.

Diez días después de su muerte Mohamed ya había vencido al dictador de los últimos 23 años, derrocándolo de forma póstuma: Ben Ali tuvo que huir del país que había gobernado más de dos décadas con limitadísima simpatía y abultado fanatismo.
El viernes pasado en Alhucemas, mientras muchos españoles partían de sus lugares de residencia para disfrutar de un largo puente y otros se divertían por el mero hecho de que era viernes, Mouhcine Fikri fallecía triturado por un camión de basura cuando intentaba recuperar la mercancía que le había confiscado la Policía. No están del todo claro los sucesos, si hubo una parte accidental o no en la muerte de este hombre de 31 años, pero en cualquier caso la tragedia ha movilizado a miles de personas, que ven en Friki un nuevo Bouazizi o, al menos, consideran con tristeza e indignación las similitudes entre los dos casos.

Al funeral de este vendedor ambulante de pescado asistieron 40.000 personas; las protestas y movilizaciones ya han sobrepasado la región del Rif donde se produjeron los hechos y provocan una creciente tensión en Casablanca, Rabat y otros lugares.

Friki probablemente no quería ser un héroe; tampoco pretendía causar una revuelta; sólo quería recuperar la mercancía –muchos kilos de pez espada, cuya pesca está prohibida en estas fechas en Marruecos-, que la Policía había tirado a un camión de basuras. Por qué el camión comenzó a pulverizar lo que tenía dentro cuando Friki aún intentaba recuperar una parte del producto aún no se sabe. Quizá no se sepa nunca.
Las injusticias al sur del Estrecho son muchas y contundentes. La Primavera Árabe no trajo todo lo que prometía, pero tampoco se puede considerar que el calvario de Bouazizi y de otros hombres y mujeres comprometidos con lo que es justo haya sido en vano.

Sin embargo, queda mucho por hacer al norte de África para que los sistemas políticos respeten, como debería ser premisa ineludible de cualquier orden jurídico, a sus ciudadanos. Para que no se apriete nunca un botón que tritura personas.