Dicen que Susana Díaz da el pego de Despeñaperros para abajo pero que el norte le queda lejos más allá de las distancias geográficas; que lo suyo es el postureo, la falsa cercanía, la gracia sureña y el mojarse sin tocar agua. Y también que es como la cerveza Cruzcampo, que arrasa en Andalucía pero que en el resto de España no la bebe ni dios. Y que por eso sigue siendo reacia a coger el próximo ave. El gran Raúl del Pozo me la bautizó, cañas aparte, como la Felipona, por su verbo brillante, directo, calentón y canalla que recuerda los mejores tiempos de la pana del que luego fuera presidente del Gobierno.

Ella se mide todos los días frente al espejo para no pasarse y que no se le vea la patita cuando ya todo el mundo le ha calado hasta el peluquín. Susana mece la cuna socialista con la creencia, quién sabe si acertada o errónea, de que la mano que lo hace domina el mundo. Tras el asesinato por encargo de Pedro Sánchez sigue dando los pasos necesarios para llegar a Ferraz como quien llega a la iglesia el día de su boda. Y si tiene que eliminar a los socialistas de Cataluña, como ha contado Dani Basteiro, lo intentará por todos los medios, eso sí, por mano interpuesta, como siempre, porque la sangre no pega bien ni con su color de piel ni con el traje de novia.

Todos los pasos de la presidenta se tiñen, como la película, azul oscuro casi negro, y su marcha siempre es sinuosa, deambulando entre sombras chinescas que lo insinúan todo pero no dejan ver nada. Con lo buena que es en el escenario detesta el cuerpo a cuerpo, el debate entre dos y las primarias, que como muy bien saben todos aquellos que las organizan las carga el diablo.

Tiembla, quién lo diría, sólo al pensar que va a una batalla que no pueda ganar. Díaz, ya lo he dicho otras veces, es más de heredar que de conquistar. Por eso mandó matar a Sánchez, no vaya a ser que el voto militante la condenara al sur para siempre en unas hipotéticas y siempre indeseadas primarias que ella no pudiera controlar; por eso tampoco le temblará la mano con Iceta y compañía -todos los socialistas catalanes son demasiados votos en contra-, al margen de que el PSC esté inmerso en una eutanasia activa que igual no necesita del empujón de la presidenta andaluza.

El PSOE se desmigaja y Díaz quiere quedarse con las migas. Cada vez está más claro que Sánchez fue un panadero mediocre, torpe y escasamente listo, pero que acabaron con él con formas barriobajeras y fraudulentas por unos motivos que bordean la prevaricación en cualquier partido socialista que se precie: no querer apoyar por acción u omisión a Mariano Rajoy para que siga siendo presidente del Gobierno de España.

El mismo Mariano Rajoy que todos los socialistas han vituperado hasta la saciedad por corrupto, por sus sobresueldos, por decirle a Luis que fuera fuerte, por aceptar que su tesorero tuviera 40 millones en el extranjero, por tener embargada hasta la sede de Génova 13, por Gürtel, por Púnica, por tantas y tantas miserias que azotan a un partido del que él sigue siendo presidente. La política -la frase no es mía, pero me la quedo- es a menudo el arte de traicionar los intereses reales y legítimos, y crear otros imaginarios e injustos. Y por eso no es de extrañar que los (nuevos) socialistas acepten de buen grado liquidar al pobre Sánchez y mantener a Rajoy en la Moncloa pero se rasguen las vestiduras cuando se miente a Felipe González, el gran embustero de la política española.

Y así les va, porque mientras este PP de las cloacas y los juicios televisados en directo sobrevuela sobre sus miserias con una prepotencia vergonzante sin haber sido capaz en casi un año de conformar una mayoría suficiente para gobernar, los socialistas se despeñan sin rumbo y sin futuro por toboganes inciertos sin saber hasta dónde pueden caer. Los ganadores de aquel sábado trágico en Ferraz acusaban a su víctima de haber aniquilado al partido por una ambición. Pero no tengo muy claro ni quién ha puesto más de su parte para este desmembramiento ni quién o quiénes son los verdaderamente ambiciosos: si el ya difunto o sus verdugos o mentores.

El PSOE parece ahora mucho más descuartizado que entonces, cuando todos estaban de acuerdo en el no, y se debate con pena entre abstenerse en bloque, dejar que técnicamente sólo lo hagan 11 diputados, dejar libertad de ausencia, votar no a un gobierno de Rajoy o irse, literalmente, a mear.