Falta menos de un mes para que termine la campaña presidencial en Estados Unidos, y es de esperar que hasta entonces tendremos a Donald Trump –y, en mucha menor medida, a Hillary Clinton– en todas las cadenas y en todas las primeras planas de los medios europeos. La semana anterior al 8 de noviembre asistiremos, además, a despliegues especiales, con rostros conocidos que se trasladan a Washington a reforzar el trabajo de los corresponsales y con una parrilla trufada de debates entre expertos americanólogos. Como cada cuatro años, Estados Unidos cumplirá su ritual de ir las urnas y Europa cumplirá su ritual de observar a Estados Unidos ir a las urnas.

¿Por qué nos interesan tanto las campañas presidenciales norteamericanas? ¿Por qué es razonable asumir que más españoles saben quién es Donald Trump que quién gobierna en Portugal, en Marruecos, en Italia? Solemos decir que, dada la importancia de EEUU en el orden internacional, a todos nos afecta la cuestión de quién gobierna allí; o que, en la sociedad del espectáculo, nadie fabrica un producto político-televisivo de mejor factura que los presidenciables estadounidenses. Al menos entre temporadas de House of Cards.

Me pregunto, sin embargo, si las campañas norteamericanas no cumplirán una función más psicológica, reforzando nuestra sensación de diferencia con respecto a Estados Unidos. Hay un elemento de safari en el despliegue mediático europeo, un deje de orientalismo en el lenguaje que se emplea para cubrir unas elecciones estadounidenses, que nos permiten acercarnos a tan fabuloso espectáculo a la vez que nos sentimos lejanos, extraños a él. Por un lado, tomamos partido apasionadamente a favor o en contra de candidatos a los que nunca podremos votar; por el otro, vemos aquellos candidatos con la lejanía de lo exótico.

Esto no es nuevo: al menos desde que tengo uso de memoria he escuchado a la gente hablar de “los americanos” como unos seres radicalmente distintos a “nosotros”, los europeos. Una mentalidad con huella cultural: véase la nutrida literatura de viajes y experiencias en EE UU de escritores europeos; o, en su versión más pop, recordemos el celebérrimo monólogo de Goyo Jiménez. Luego cada cual hace con esa diferencia lo que mejor encaja con su ideología: unos la utilizan para denigrar al Gran Satán y otros lamentan que la vieja Europa no se parezca más al vigoroso hermano norteamericano. Una versión especular, por cierto, de lo que sucede al otro lado del charco: nada moviliza más tanto a los partidarios como a los detractores de Obama que la idea de que sus políticas homologarían Estados Unidos a las sociedades europeas.

Dentro de esta dinámica general, Donald Trump ha ofrecido una excusa inmejorable para reforzar la idea de que los estadounidenses y los europeos somos fundamentalmente distintos. Trump supone en nuestro imaginario la caricatura del burro norteamericano, la versión política de una peli de Rambo, la confirmación de que lo que sucede ahí jamás sucedería aquí. Pero la cuestión no es solamente si esto es cierto o no, no es explorar qué puede haber de específicamente norteamericano del fenómeno Trump –en mi opinión, bastante–; sino qué nos va a los europeos en la contemplación de este fenómeno. Qué nos va en este voyeurismo de las urnas estadounidenses.