Hace años trabajé como editor para una editorial especializada en libros de arte y diseño. La cosa suena muy romántica pero no tiene demasiada ciencia. Si el cliente, generalmente una editorial estadounidense o alemana, me pedía un libro sobre, pongamos por caso, ilustración digital, yo me dedicaba durante un par de días a buscar y a contactar con los mejores ilustradores digitales internacionales del momento.

Luego les explicaba el proyecto a esos ilustradores. Ellos me enviaban entonces una muestra representativa de su trabajo y yo seleccionaba las mejores imágenes. Luego las ordenaba, estructuraba el libro en capítulos y una vez hecho eso trabajaba con el diseñador gráfico para cuadrar textos e imágenes.

Los artistas que aparecían en esos libros vivían y trabajaban en todo el mundo. Si la editorial cliente era italiana yo intentaba que aproximadamente un 25% de los artistas incluidos en el libro fueran italianos. Pero más allá de ese (lógico) peaje nacionalista, la selección de participantes solía ser variada y lo más ecléctica posible dentro de los márgenes que permitía el concepto original del libro. Así que a lo largo de los cinco o seis años que trabajé allí traté con ingleses, australianos, suecos, canadienses, austríacos, sudafricanos, holandeses, rusos, malayos e incluso con como quiera que se llamen los habitantes de Papúa Nueva Guinea.

Con todos ellos me comunicaba en inglés. Fuera o no fuera su idioma natal, lo hablaran a la perfección o lo hablaran como Tarzán. Los japoneses, por ejemplo, no suelen hablar inglés y cuando lo hacen parece más bien que lo estén torturando. Así que cuando trabajé en un libro dedicado por completo a artistas japoneses entablé con ellos algunos de los mejores diálogos de besugo de mi vida. Ellos tiraban de Google Translate y el resultado era pura poesía dadaísta, pero yo aprendí a traducir ese inglés ornitorrinco a frases con sentido y el libro se acabó publicando como si no me hubiera tirado semanas intentando averiguar qué cojones significa la frase “cuatro fotos pulgadas de recordar cuando gracias Japón en píxeles razón de ser diferente”. Que generalmente quería decir “Hola Cristian”.

Sólo hubo una nacionalidad que prácticamente nunca apareció en ninguno de esos libros. ¿Adivinan cuál? Exacto: Francia. Con los franceses no había manera. O no hablaban inglés o no les salía de las gónadas hablarlo. Yo solía trabajar con tres o cuatro libros a la vez, y traducir al francés todas y cada una de las decenas de emails que enviaba a cada uno de los artistas ralentizaba mi trabajo hasta el punto de que algunos días los dedicaba en exclusiva a traducir del inglés al francés a nuestros exquisitos vecinos del norte. Hasta que se me inflaron las narices y dejé de contactar con artistas franceses aunque fueran el mismo Pierre-August Renoir resucitado. Soy un tío paciente pero el mundo es el que es y el idioma universal no lo he escogido yo, así que si tanto amor le tienes al sistema de signos de tu aldea, buena suerte vendiéndole tu arte al embuchador de ocas que tienes por vecino.

Viene esto a cuento de esa absurda tendencia de mis paisanos catalanes a imitar dos de los peores rasgos de carácter de los franceses: la mala leche de los parisinos y su cargante chauvinismo lingüístico. Ese que les lleva a pelearse con una azafata en pleno vuelo por si el lavabo o el lavabu o con un camarero por si el café es con leche o con llet. Y yo entiendo que hay mucho borde suelto por ahí, pero joder, lo que todos queremos en el fondo es salir en el libro, ¿no?