Es verdad que la gente dice muchas cosas sin pensar estos días. O cosas que cree que piensa pero luego en la práctica… “Mi padre y mi hermano mayor son de Podemos, votan a Pablo Iglesias y van de muy rojos, que si los ricos son todos unos cabrones porque evaden impuestos, etc; pero luego mi hermano se instala tres aparatos de aire acondicionado en el chalet con un colega que no le cobra el IVA”, concluye el último menda que ha elegido mi oreja como frontón.

Algo se mueve en el subsuelo de las ideas. En la memoria reptiliana de la sociedad. Se abren fallas tectónicas dramáticas, sutiles al principio. Uno se va a dormir tan pancho pensando que Marine Le Pen es ultraderecha y que es imposible que el Pato Donald Trump gane unas elecciones. Luego pasa lo que pasa.

Conversación inquietante con un currante españolito que ahora regenta un bar pero que en su día se deslomó trabajando en la construcción. Allí se quedó, me cuenta, con un dato inquietante. A saber: que cuando un empresario español contrata a un inmigrante ilegal o ilegalmente, en cuanto incurre en cualquiera de las feísimas explotaciones que siempre han estado ahí, pero la crisis ha hecho aflorar como escandalosas setas de indignidad, bueno, pues tarde o temprano se activa algo, un sindicato, una denuncia, un inspector. A alguien se le cae el pelo. “En cambio hay que ver lo que sucede si al inmigrante ilegal le contrata un compatriota suyo, pongamos un argentino que se trae a otros argentinos como él a trabajar de sol a sol en su negocio, seis meses seguidos sin cobrar un duro, sólo a cambio de la cama y la comida y de la promesa de hacerle los papeles”, relata. Y añade: “Lo curioso es que a nosotros, a los de aquí, sí que nos denuncian, sí que buscan maneras de sacarnos los cuartos, las multas y las subvenciones; pero entre ellos, los de fuera, no se denuncian jamás”. ¿Ni siquiera en casos de pateras suicidas o de trata de blancas? Se dice pronto.

A la espera de poner orden en todo esto que me cuentan, en las sienes se me va concretando un zumbido no ya de malestar o de furia sino directamente de alarma. ¿En qué clase de ratonera socialdemócrata con el queso envenenado nos estamos metiendo todos? Existe una superficie política de los hechos donde una serie de niñatos cuidadosamente descorbatados se erigen en baluartes de una izquierda que, a juzgar por lo que la calle realmente suda y dice, es una pura izquierda de ciencia-ficción. Un rojerío de la Guerra de las Galaxias. Realidad virtual como esa de las gafas de Google.

Luego está la realidad real, la verdad verdadera, los pobres de la tierra y no de salón. Y esos parece que están aprendiendo rápido, muy rápido, a vivir en un mundo extrañamente bífido: arriba los panolis que no nos enteramos de nada y abajo los que nos van a pasar por encima cuando ya sea tarde. Para querer darse cuenta, no digo ya para entenderlo…