Aquellas protestas contra la ‘ley de la patada en la puerta’, contra la instalación masiva de cámaras en plazas y avenidas, o contra las grabaciones indiscriminadas con sistemas de barrido por radar o mediante ‘programas troyanos’ envejecen anegadas en sangre.

No es que echemos de menos a Corcuera, ni que sea preciso renunciar a derechos básicos como la privacidad o el secreto de las comunicaciones, pero el alarmismo distópico de Orwell y la clásica disputa sobre ‘quién vigilará al vigilante’ resultan insensatas si el peligro acecha al volante de un camión de mercancías.

La conmemoración de la toma de la Bastilla permite atribuir al ataque de Niza una intencionalidad simbólica propicia a la elegía. Nos dicen que los terroristas han atentado contra la fiesta nacional de Francia porque odian los valores de la República, del mismo modo que antes acribillaron a 130 personas en la sala Bataclan porque repudian el ocio y la alegría como rasgos occidentales.

Muy bien. Este tipo de tesis mejoran la grandilocuencia de los discursos funerarios y desvían la atención sobre los problemas de inteligencia, pero no mejoran las opciones defensivas frente a las distintas formas en que la internacional yihadista perpetra sus crímenes.

Hemos comprobado que para atentar ya no es preciso organizar un complejo operativo, ni traficar con explosivos, ni aprender a disparar un fusil de asalto, ni haber acudido a un campo de entrenamiento en Siria. Ahora sabemos que para convertirse en mártires bastan un vehículo de grandes dimensiones, un bidón con gasolina o un cuchillo, y esta singularidad del terror en sus variadas formas exige un replanteamiento de los sistemas defensivos igualmente excepcional.

Hace tiempo que la guerra estalló en el salón comedor, así que resulta obligado preguntarse qué hacer sin tener miedo a debatir sin tapujos todas las opciones. La principal arma de los malos es su fanatismo, nuestra mayor debilidad la ingenuidad.

Puede que no anduviera desencaminada Oriana Fallaci cuando advertía de que los terroristas llevaban la yihad en el vientre de sus mujeres; puede que nos equivocáramos quienes, en la defensa del laicismo, titubeábamos a la hora de aceptar como “rasgos culturales” lo que no son más que signos de totalitarismo.

No se trata de debatir si tal o cual religión es o no “de paz” -¿cabe permitir alguna que no lo sea?-, ni de demonizar a los musulmanes, pero erradicar el mal en nuestra propia casa exigirá sacrificios y renuncias. Habrá que penetrar en las mezquitas para identificar y seguir a los exaltados, habrá que aumentar el gasto en Inteligencia, habrá que confiar en que el Ministerio del Interior sea algo más que el campo de operaciones de las cloacas del Estado.

Indagar en el origen humilde o paupérrimo de algunos terroristas en busca de una teoría de la causalidad roza la superstición a tenor de las biografías de otros tantos muyahidines nacidos en el seno de familias ricas y educados en colegios privados. Una cosa es la obligación de toda sociedad de combatir la marginación y otra enrocarse en el buenismo o apelar a la ‘foto de las Azores’ para renunciar a plantar batalla.