En la nariz ha salido a Dios. No obstante, es negro. Con lo que queda demostrado que Dios -aparte de ser feo, católico y sentimental- se las da de afroamericano. Resulta duro ser negro. ¿Vosotros lo habéis sido alguna vez? Él lo fue. En cierta ocasión… cuando era pobre. Pero este Dios no es una paloma, ni un señor con barba que castiga. Este Dios se las sabe todas: habla ocho idiomas y su sonrisa es un chispazo de electricidad. Paisaje sin niebla. Tricampeón en saltos de ternura. Gran enigma (untado con cuatro capas de barniz).

No parece un hombre de color, sino una multipigmentada y rocanroleante final de la Super Bowl. Camina como si bailase el twist. Gesticula como si portase racimos de hiphoperos en sus bolsillos. No tiene fe, sino flow. Está hecho a imagen de todos los chicos del barrio. Por eso, sin excepción, amamos a Obama.

Frente a su estampa, afrocarismática y afroprofética, la única estrategia posible consiste en replantearse la propia sexualidad. Es puro amor. En su país, las cosas se caen a pedazos. Como si fueran un confeti. Lo cual no es problema para que trate de arreglar el resto del planeta.

¡Bienvistoynovisto, Míster Marshall!

Al llegar al último peldaño de la escalerilla del Air Force One, siente de pronto que todo el cansancio de la tierra se posa sobre su costoso abrigo Tommy ‘Hilnigger’. Se despide con un manotazo. Igual que se despiden los disturbios protagonizados por sesentonas virulentamente armadas en el primer día de rebajas. Julio es otro de esos julios en los que el sol achicharra y nos hemos dejado chunguear otra Eurocopa.

“¿Qué coño es esto?”, le pregunta su responsable de seguridad, mientras olisquea como un sabueso la pieza de jamón (un cinco jotas; cien por cien bellota) que lleva en la mano. “No lo sé, Bobby. Me lo ha regalado el de las barbas. Ese que dice ser presidente en funciones de esta casa de locos”, contesta él, al tiempo que se sienta, extenuado, junto a la cabina del piloto. “¡Joder, parece un bate de béisbol recubierto de piel humana! No será un arma, ¿no?”, insiste el guardaespaldas. “¡Tíralo a la basura, haz el favor! ¡Sólo falta que nos pillen en el aeropuerto con esta maldita pezuña encima!”, ordena. Y Bobby, eficiente, arroja el jamón por la ventanilla del jet.

Cierra los ojos, suspira. Pronto se quedará dormido. Y fantasea con un Whopper. No lo sabe aún, pero está a punto de tener un sueño.