Mi compañera Patricia Morales ha escrito un artículo en EL ESPAÑOL en defensa de la jugadora egipcia de volea playa y Twitter ha reaccionado echándola a la hoguera. Yo a Patricia no la conozco personalmente pero por lo que le he leído intuyo que anda bastante lejos de Barbijaputa, Anita Botwin y demás armas de destrucción masiva de la inteligencia feminista. Así que ahora dudo entre explicar por qué el artículo de Morales yerra más que el penalti de Sergio Ramos contra el Bayern de Munich o solidarizarme con ella con un “yo también he estado ahí” de esos que no consuela un pimiento pero hace compañía. Es decir que debo escoger entre sonar paternalista replicando a Morales o sonar paternalista linchando a los linchadores.

Tras una meditabunda reflexión escojo el primer mal porque puedo ver a Morales mandando al guano a sus linchadores pero no tanto escribiéndose una réplica a sí misma. Con la autoridad que me da, eso sí, haber publicado un artículo en EL ESPAÑOL sobre Ibtijah Muhammad, la jugadora de esgrima estadounidense que compite en estos Juegos Olímpicos cubierta con un hiyab. Lo recuerdo porque dice Patricia en su texto que no ha visto ni una crítica a Ibtijah en los medios y eso le sirve para argumentar que lo que molesta no son tanto los símbolos de sumisión del islam como el hecho que esos símbolos nos priven a los hombres de verle el culo a Doaa Elghobashy. Pues sí que ha habido una critica: la mía.

Uno de los grandes logros del feminismo más desenfocado es el haber conseguido que los hombres, precisamente los que tenemos menos motivos para hacerlo, nos disculpemos por anticipado antes de entrar en materia. Bien, lo acepto, así funciona esto. Ahí va mi disculpa. A mí, el culo de Doaa Elghobashy y el de Kira Walkenhorst me importa un soberano pimiento. El voley playa me la repampinfla y ya pueden rezar los rijosos para que yo no llegue jamás a presidente del Gobierno porque juro por ese dios en el que no creo que si lo consigo lo primero que hago es instaurar la castración química para rijosos de red social, babosos de playa, usuarios de Tinder y chulopiscinas de discoteca de polígono industrial de carretera comarcal valenciana. Os vais a tener que reproducir por esporulación, chicas.

Dicho lo cual. El problema no es el dilema entre protegerte del sol o protegerte de la abrasión provocada por la misma arena que se te mete en las bragas. El problema es que cualquier jugadora occidental que decide vestir mallas es libre porque tiene la opción de no vestirlas (presiones federativas y publicitarias aparte: esos también serán castrados cuando yo sea presidente) y cualquier jugadora musulmana que decida lo mismo no lo es porque no tiene alternativa. ¿Sería menos esclavo un recolector de algodón de Maryland de 1816 por el hecho de que manifestara aceptar libremente su esclavitud?

Hablar de libre albedrío para las mujeres en el caso del islam es un salto de fe mayúsculo. El problema, en definitiva, es que en los países musulmanes se asesina a mujeres por no vestir como lo hace Doaa Elghobashy. Hace un año, cinco en Mosul. Lapidadas. En 2007, cuarenta en Basra. ¿Hace falta explicar lo que ocurre a diario en Afganistán, Iraq, Siria, Arabia Saudí, Somalia, Nigeria?

Doaa Elghobashy dice llevar vistiendo el hiyab diez años. Dice también que el hiyab no le impide hacer las cosas que le gustan, como jugar a voley playa. Tiene suerte Elghobashy de que a ella lo que le guste sea el voley playa y no quitarse el hiyab y vestir un simple vestido a la moda occidental. Veríamos entonces si el hiyab le permitía a Elghobashy no vestir el hiyab.

El partido, por cierto, acabó con victoria de las alemanas por 2 a 0. Ojito con los dioses que tienen el poder suficiente como para someter a seiscientos millones de mujeres en todo el mundo pero no para lograr que las piadosas musulmanas ganen un sencillo partido de voley playa a las descocadas alemanas.