Si es que estaban. Me acuerdo tras el mazazo del brexit de una reunión de trabajo a la que asistí hace años en Bruselas. En ella había gente de muchas nacionalidades, incluidos dos británicos. Se hablaba en su idioma, el inglés, del que los asistentes tenían un dominio heterogéneo y en algún caso muy relativo. En medio de la discusión, en ese momento algo acalorada, un alemán quiso decir que algo era "peanuts" (el chocolate del loro, que diríamos aquí) pero le salió "penis" (o sea, "pene"). Los dos británicos alzaron las cejas e intercambiaron una sonrisita ante el error de aquel hombre que se estaba afanando en hablarles en su lengua. El alemán los cazó y le preguntó a uno, airado, si tenía algo que observar. El británico, flemático, repuso: "Nothing, I’m afraid I misheard something" (es decir: "Nada, me temo que algo he oído mal"). Con humor insular, subrayó así la torpeza del otro.

Tal era la paradoja de la presencia británica en la UE: un socio al que se le daba la facilidad de ni tener que esforzarse en hablar el idioma de otros, para cosechar esa displicencia continua, esa superioridad irónica que hoy, bajo la batuta del ambicioso Boris Johnson, auxiliado por el coceador Nigel Farage, se ha convertido en un portazo en las narices de aquellos que hasta la fecha soportaron todos sus desaires y reticencias, en aras de ese futuro común para el que ahora los británicos nos eximen de seguir trabajando. Habrá quien sufra y pierda, como siempre, también entre ellos, pero una vez que han consumado la pirueta, hace bien la UE reclamando que el divorcio sea expeditivo.

Igual que la mayoría de los británicos se inclina por soñar con un país ensimismado bajo el espejismo de su imperio perdido, Europa debe aplicarse a sustituir lo que quiera que Gran Bretaña le aportara, sin dejar de poner la máxima inteligencia en la conservación de los intereses compartidos, como se hace con cualquier otro país tercero con el que convenga entenderse.

Dicen los analistas electorales que los viejos británicos, xenófobos, nostálgicos y palurdos, se han impuesto a los jóvenes, de mente más abierta; que los condados de Gales y la Inglaterra profunda han asfixiado el europeísmo escocés, norirlandés y londinense. Tristemente, eso es ya su problema, sin perjuicio de que aquellos territorios que logren emanciparse de la eurofobia  triunfante en el referéndum puedan ser bienvenidos como posibles socios o de que una futura nación británica que reconsidere el desdén de hoy pueda ser admitida, dando garantías de lealtad y de buena fe, a una eventual negociación de reingreso.

Solventada la papeleta de corto plazo que el desplante del brexit le impone, la UE tendrá que pensarse qué quiere ser de mayor. Si continúa regando la planta de los sentimientos más primarios, como han hecho las élites bruselenses y nacionales con su desastrosa gestión, no parece aguardar otra cosa que el colapso de un edificio que, a pesar de todo, merece la pena.