Escucho pocas tertulias y las que sigo me confirman en la idea de que no tenía que escuchar ninguna. No me gustan en temporada baja y en elecciones me producen arcadas. Siempre he pensado que ser tertuliano no significa ni mucho menos ser periodista y también que ser esto último no te obliga a ser tertuliano. El tertuliano es una profesión en sí misma que poco o nada tiene que ver con el periodismo.

No quiere decir esto, ni mucho menos, que grandes periodistas no sean también buenos tertulianos -que los hay y superiores-, pero son una minoría que acaba convirtiéndose en la tormenta perfecta de esa clase media profesional dominante que, dirigida por este o aquel partido y a medias con determinadas radios y televisiones, convierte las parrillas en una maquinaria de agitación y propaganda al servicio del mejor postor.

Una notable y honesta periodista me contó el verano pasado que fue testigo de una conversación telefónica entre un responsable de informativos -que puso el manos libres- y otro destacado nombre propio del periodismo patrio. “Soy tu hombre para la próxima temporada”, le decía éste. “Te sirvo igual para hacer el papel progubernamental o el de azote del Gobierno; de verdad que soy igual de contundente para lo uno y para lo otro”.

Tal como se lo cuento. Un alto cargo de una importante cadena de radio, que lógicamente tiene tertulias en su programación, me confesaba que lo peor, tal y como están dispuestas en la actualidad, es que antes de que la mayoría de los tertulianos abran la boca, incluso antes de que arranque la tertulia, ya sabe más o menos lo que va a decir cada uno, cuál va a ser su postura en esto o aquello y contra quién o quiénes va a disparar; sabiendo además -insistía mi amigo-, que podrían defender con la misma virulencia justo lo contrario si su director de turno les pidiera que se pasasen al equipo contrario.

Hace un tiempo, en una tertulia deportiva radiofónica, el conductor del programa  preguntó a uno de sus tertulianos qué pensaba de un jugador de baloncesto por el que, teóricamente, estaba interesado el Real Madrid. “Buen tirador, gran defensor aunque no lucha por el rebote con la intensidad necesaria. No creo que sea el fichaje que necesita el equipo blanco”, sentenció el hipotético especialista.

Al final resultó que la noticia era un bulo y que el jugador mencionado por el conductor del programa ni tan siquiera existía. Según dijeron posteriormente en la emisora, querían darle una lección al ínclito porque siempre lo sabía todo de cualquier tema, pero de puertas adentro, no a todos los oyentes. La lección me hubiera parecido bien si al final hubieran prescindido del citado especialista. Pero no lo hicieron y siguió mucho tiempo sentando cátedra.

En estos días de podredumbre electoral las maquinarias de los partidos reparten sin pudor sus argumentarios entre los periodistas de cámara que tienen distribuidos por las tertulias radiofónicas y televisivas que atentan contra nuestra  inteligencia y sosiego de sol a sol. Porque son los partidos, o determinados estamentos, los que en no pocas ocasiones eligen a este o aquel periodista en función no de su quehacer sin tacha sino de su entreguismo a la causa. Y lo normal es que muchos de estos brillantes profesionales de la desinformación trabajen, porque la causa y el bolsillo lo requieran, en turnos de mañana, mediodía, tarde y noche…

Y siempre con los mismos tópicos, con idénticos latiguillos, con ataques de cartón piedra y con defensas a ultranza que harían vomitar al más duro de estómago. Son pocos, aunque haberlos haylos, los verdaderamente capaces de provocar un estruendo, una catarsis, una revolución de ideas y argumentos libres de todo dictado, un debate de verdadero calado; y muchos los que nunca se bajan del carril de la mediocridad, ya circule por la derecha o por la izquierda.

No hay que olvidarse tampoco del tertuliano prepotente y sabiondo; ese que en realidad es un político frustrado al que no votaría ni su mismísima madre y que sin embargo no tiene reparo alguno en decirnos a usted y a mi a quién tenemos que votar y a quién tenemos que odiar, y lo imbéciles que somos si no hacemos ni lo uno ni lo otro. Y lo intenta siempre desde la grandilocuencia más egocentrista, parapetado en el púlpito de la estupidez y la arrogancia, en un plano de falsa superioridad y con una suficiencia que raya la esquizofrenia y bordea el encefalograma plano.

El periodismo no era esto o yo estoy equivocado, que es lo más probable.