Habrá quien considere una extravagancia la propuesta de Albert Rivera de sustituir a Mariano Rajoy por Cristina Cifuentes como candidato a la presidencia de un gobierno de consenso. Por un lado, Cifuentes ni siquiera se presenta en la lista de su partido al Congreso; por otro, viene así a inmiscuirse el líder de Ciudadanos en las decisiones de un partido rival, algo que suena a anatema en el rígido sistema partidario español, gobernado con mano férrea por los aparatos y los líderes que los designan; una esclerosis institucional que en el PP es especialmente severa pero a la que no son ajenos, como hemos visto en fechas recientes, los partidos emergentes, incluido el del propio Rivera.

Sin embargo, ha llegado en la política española el momento de las apuestas extravagantes, osadas o temerarias. Estamos repitiendo elecciones, un accidente cuya índole democrática nadie cuestiona, pero que pone en tela de juicio la solvencia de quienes nos representan. Todos ellos han fijado además posiciones y, a tenor de las encuestas y de las hipótesis a día de hoy más probables, de las urnas del 26-J saldrá una situación bloqueada, más o menos como la que arrojó el 20-D, aunque alguno mejore algo sus números a costa de empeorar los de otro. En resumen, ganará, con poco más de un cuarto de los votos, un partido que postula como candidato irrenunciable a un señor cuya inidoneidad para encabezar un gabinete es el único punto en el que coinciden las restantes fuerzas políticas. Pueden sus partidarios enrocarse en que es el candidato que más votos recibe: el hecho es que es también el que más rechazo suscita, y ese rechazo contará con más del doble de los sufragios que le apoyen.

En ese contexto, y ante la correlación diabólica de fuerzas que tiene todas las papeletas para salir de las elecciones, no es ni mucho menos descabellado pensar que un eventual gobierno no obedezca a las candidaturas presentadas, sino a arduas transacciones entre rivales que al fin se avengan a entender que no se trata de procurarse el escenario óptimo, inalcanzable para todos, sino de evitarse el mal mayor y propiciar la menos mala de las alternativas aritméticamente viables. Si al final se abre paso en las mentes de los llamados a negociar una convicción semejante, habremos de prepararnos para que se ponga sobre el tapete la posibilidad de que sea presidente alguien inesperado, sostenido por mayorías que pueden ser de lo más dispares.

Puede que la perspectiva aterre a algunos, pero no es necesariamente terrible para el conjunto de la ciudadanía y mucho menos para la gobernación del país. En definitiva, se trata de que forme gobierno quien más inteligencia y capacidad de diálogo demuestre, y eso, tanto si la solución finalmente alcanzada lleva a la Moncloa a un conservador como si encumbra a un progresista, tanto si nos preside un alguien salido de las filas de un partido tradicional como si lo hace el representante de uno de los nuevos, sería una buena noticia, mal que les pese a los apocalípticos que padecemos a ambos lados del tablero.