Existe un país en la tierra, no precisamente insignificante, podrido de racismo hasta la médula. Bien. Pues en ese país prefirieron hacer presidente a un negro antes que a una mujer.

Yo estaba allí cuando Barack Obama ganó las elecciones. Siempre me acordaré del 4 de noviembre de 2008 por dos cosas: porque fue el día que a mi hija le quitamos por primera vez el pañal (me pasé buena parte de la noche electoral mocho en mano) y por el titular a cinco columnas de The New York Times, diciendo no sé qué de derribar “históricas” barreras interraciales.

Y un cuerno, pensé yo. El racismo es como la energía: no se crea ni se destruye, simplemente se transforma. Ahora mismo en América es mucho más fácil que un turista blanco incauto de clase media se dé de bruces con un caso de racismo inverso, que se encuentre con un engreído negro rabioso que se las intente hacer pasar canutas en la caja de un supermercado, en el autobús o en el metro, que lo contrario. Los racistas blancos inmaculados tipo Donald Trump no tienen demasiada oportunidad de ejercer porque en la práctica no se mezclan. No salen jamás de las vastas reservas para gilipollas ricos en las que viven confinados, como los indios seminolas fumando en pipa y explotando casinos.

Para los que sí nos mezclamos, aquí y en todas partes, Hillary Rodham Clinton debió ganar la nominación demócrata y las elecciones presidenciales americanas hace rato. O por lo menos debería merecer un respeto político e intelectual del que inexplicablemente carece.

Al mismísimo Antonio Garrigues Walker tuve que pararle (con respeto y con cariño) los pies en un reciente debate donde va y se permite compararla con la típica viuda de dictador bananero que se lanza a perpetuar a la familia en el poder. Hube de recordarle que cuando Hillary Rodham conoció a Bill Clinton, tenía más experiencia política, más ideas y desde luego más amor y más entrega a lo público ella que él, que sólo la superaba en atractivo y en labia.

Hillary lloró como una niña pequeña, y rompió cuanto había de humanamente frágil en su dormitorio universitario, cuando se enteró del asesinato de Martin Luther King Jr. Hubo algo muy injusto, muy retorcido y hasta innecesariamente miserable en que a ella la desbancase un negro de diseño como Obama, alguien con todas las virtudes que se quieran (que con el tiempo ya se vio que no eran tantas…), pero que si algo desde luego no representaba ni jamás representó fue la intrépida lucha americana por los derechos civiles de los años sesenta. Hillary ahí sí estaba. Barack, no.

Dos apuntes más. Huelga decir que Bill Clinton le puso los cuernos desde el minuto uno; probablemente aprovechó cuando ella fue al baño en la primera cita, probablemente se los esté volviendo a poner en este preciso instante. Mucho antes de lo de Monica Lewinsky, una jovencísima Hillary gafapasta, vestida y peinada por su peor enemigo (¿tú también, lector?), fue cornificada nada menos que por una futura esposa de Norman Mailer. Una apabullante beldad del sur con la que Bill solía quedar de madrugada para echar un buen polvo pero con la que nunca platicó demasiado.

Esta dama (por lo demás una perfecta gran señora, a la mujer del césar, lo que es de la mujer del césar…) les vio una sola vez juntos por television –a Bill y a Hillary- y hasta por pantalla interpuesta se dio cuenta de la profunda conexión indesmayable que les unía. Follar, no follarían mucho... Pero cabalgaban los mismos sueños con una intensidad que ella y Clinton, comprendió, no alcanzarían nunca.

Llegaron juntos a la Casa Blanca (dos por el precio de uno) y la ingenua Hillary creyó que en semejante ambiente cuáquero e institucional su rijoso marido se sofrenaría. Error. También creyó a Bill cuando le juró que con la Lewinsky nada, que era un infundio de los republicanos. Segundo error.

Gracias a la ardiente y absolutamente convencida defensa de su mujer, el presidente Clinton salvó su cabeza. Pero ella perdió su alma. Nadie entendió ni perdonó que hacer de tripas corazón (destrozado) para salir a defender al marido infiel del linchamiento de la ultraderecha era un acto heroico a la altura de Agustina de Aragón o de Juana de Arco. Cuando supo que Bill le había mentido y la había utilizado ya era tarde para todo. Excepto para tomar la decisión, por primera vez en su vida, de tratar de ser candidata a algo ella sola. Se acabó el dos por uno. El milagro de comunión que visto por la tele tanto encelara a la futura señora Mailer.

Si pudiera votarla, yo la votaría. Como no puedo, me desahogo así. Quedamos cuando quieran y donde quieran para hablar de sus defectos, de sus errores, y hasta de lo feas que tiene las piernas. Pero si ese país en la tierra, no precisamente insignificante, vuelve a columpiarse votando a un demócrata que no es ni chicha ni limoná o a un psicópata disfrazado de republicano antes que a una gran mujer, a mí que me registren. Del ISIS no me voy a hacer. Pero ya se me ocurrirá algo.