Hace muchos años -yo tenía cinco- llegué muy orgullosa a la mesa que ocupaba mi familia en la terraza en un bar. Llevaba en la mano un terrón de azúcar. Expliqué a mis padres que se lo había birlado al camarero después de despistarle pidiéndole un vaso de agua. Mi padre, muy serio, me cogió de la mano y me obligó a ir a la barra, devolver el azúcar y pedir disculpas a aquel hombre con chaquetilla blanca al que había tomado el pelo.

Después, cuando intentaba reponerme del sofocón de la vergüenza, mi padre me explicó que había hecho dos cosas graves: una, coger algo que no era mío, y otra, faltarle el respeto a una persona que estaba trabajando. Aquella lección se me grabó a fuego. Por eso una de las cosas que menos soporto es cruzarme con alguien que trata mal a quien le sirve.

Hace un par de días, me hirvió la sangre al leer que un diputado del PSOE en el Parlamento de Baleares había echado un rapapolvo chulesco a una camarera rumana que no entendía el catalán: "Vete a tu puto país", le dijo, y esa frase terrible revela sentimientos xenófobos muy preocupantes en un cargo público. Pero no voy a hablar de eso, sino de algo que no es menor: la tendencia intolerable del señorito que no le pasa ni media a quien le sirve el café con leche.

Me temo que Enric Casanova, que así se llama el individuo que maltrató a una pobre chica que a lo mejor se pasa catorce horas detrás de una barra cobrando una miseria, no hablaría en ese tono al director de una empresa o al rector de una universidad incapaz de entender el idioma que habla. Y no digo que al señor Casanova no le moleste que un ejecutivo no comprenda el castellano, o que no piense que todo aquel que no habla en catalán merece el exilio. Pero me da que sus exabruptos, su grosería, sus maneras de cromañón, las reserva para el que considera una inferior en la escala social.

Practicar la religión del desprecio es más cómodo cuando se trata de humillar al que no se puede permitir el lujo de revolverse. Si el diputado Casanova tiene un átomo de dignidad, si le queda un poco de vergüenza, debería volver a esa cafetería a pedir disculpas a la chica a la que ofendió de una forma tan innoble. Entiendo que no todo el mundo tuvo un padre como el mío, empeñado en enseñarme los límites de la decencia, pero nunca es tarde para aprender lo esencial: que no se puede ir por la vida ejerciendo de señorito. Y que aquel que nos sirve se merece, precisamente por eso, una dosis extra de respeto.