En agosto de 1946 el semanario The New Yorker sólo publicó una historia. El contenido editorial de sus 68 páginas estaba dedicado a un artículo: Hiroshima de John Hersey.

Los editores dijeron que habían optado por algo tan distinto por “la convicción de que pocos de nosotros hemos comprendido el poder increíblemente destructivo de esta arma y de que todo el mundo debería tomarse el tiempo de considerar las terribles implicaciones de su uso”.

La apuesta no era fácil. El New York Times había prestado a su periodista científico para que le hiciera la propaganda al Gobierno. El 53% de los americanos estaban de acuerdo con el uso de la bomba y el 23% creían que Estados Unidos debería haberla lanzado antes.

El semanario se agotó. Albert Einstein compró miles de copias para repartir. El New York Times hizo un editorial alabando la pieza. Otros periódicos la reprodujeron. 

El valor del trabajo de Hersey fue lo concreto. Hiroshima es un artículo de 31.000 palabras con pocos adjetivos.

Cuenta la historia de seis personas: una joven oficinista, un médico de un hospital privado, un cirujano de la Cruz Roja con ganas de cambiar de trabajo, un reverendo alemán, un pastor metodista y una costurera viuda con tres hijos.

Detalla lo que hacían en el momento de la explosión con sus particularidades de la vida cotidiana: el dolor de estómago de un niño, el insomnio de la noche anterior, el arroz del desayuno, el hartazgo del hospital. Relata lo que hicieron justo después de la bomba y lo que vieron a su alrededor mientras intentaban huir: las piedras que atrapan a un hijo, la espera durante horas a que alguien libere una pierna de una montaña de libros, la mujer herida sin un pecho, el amigo agonizante que se tira al fuego, la sed saciada con agua del río contaminada por la bomba que provoca vómitos, la mujer con su bebé muerto en brazos durante cuatro días, el sueño de uno de los pocos médicos vivos, la lluvia que algunos confunden con gasolina preparada para prenderles fuego. 

Las historias de aquellos supervivientes cambiaron el relato de qué había pasado la mañana del 6 de agosto de 1945 y de qué significaba utilizar un arma nuclear.

El valor del artículo de Hersey fue contar aquellas historias individuales. Unas pocas de las decenas de miles (ni siquiera se sabe hoy cuántas personas murieron por la bomba).

El viernes, Barack Obama, el primer presidente de Estados Unidos en visitar Hiroshima, no pidió perdón ni sugirió la renuncia al uso de la fuerza. Pero también recordó la fundación auténtica para la paz. “El valor irreductible de cada persona… es la historia que todos debemos contar”, dijo.

La mayoría de los estadounidenses están ahora en contra de lo que pasó en Hiroshima. Pero cuando se les pregunta por otro país, por ejemplo Irán, y se recrean las mismas circunstancias de la Segunda Guerra Mundial, el 59% son partidarios de usar la bomba.

La guerra cosifica y masifica a las personas. No es un fenómeno único de la violencia. Sucede con el paro o la pobreza. La mejor arma, tal vez en último término la única que le queda al individuo, es recordar que una de las grandes mentiras de la vida es que nadie es irremplazable.